viernes, 1 de diciembre de 2017

¿Están salvadas las circunscripciones de paz?

Un debate jurídico ha despertado la solicitud del Gobierno para que se consideren aprobadas las circunscripciones de paz en el Senado. Uno de los puntos del debate es si la iniciativa fue aprobada por la mayoría absoluta que exige la Constitución para esta clase de normas. Según el Gobierno, sí hubo mayoría absoluta. El Senado originalmente tiene 102 curules, pero 3 de sus miembros fueron capturados por estar presuntamente incursos en delitos contra la administración pública o por pertenecer, promocionar o financiar grupos armados ilegales. Por este motivo, hay tres faltantes temporales que, según el artículo 134 de la Constitución, no se pueden reemplazar. El Gobierno aduce que a causa de esa situación, esos 3 integrantes se tienen que descontar a los 102, para obtener un total de 99 integrantes. Si el total de integrantes es 99, entonces la mayoría absoluta es 50, según la sentencia C-784 de 2014. Como 50 fue el número de votos depositados en respaldo las circunscripciones especiales, entonces estas últimas se habrían aprobado.

Esta posición ha sido cuestionada por (i) su forma de definir el total de integrantes del Senado para determinar la mayoría absoluta, y por (ii) su forma de concebir la mayoría absoluta. Yo defiendo, porque es correcta, la posición del Gobierno, y en los siguientes párrafos voy a mostrar brevemente en qué consisten las objeciones contra su tesis y por qué ninguna la refuta.

Primera objeción. ¿Cuál es la totalidad de integrantes de Senado?

La primera objeción voy a llamarla ‘tesis Núñez’. Lo haré así porque representa un estilo pasado de concebir las discusiones jurídicas, en el cual la autoridad de la doctrina no dependía de los argumentos sino de la posición de su autor. La tesis Núñez dice básicamente que para efectos del quórum los integrantes del Senado son 99, conclusión relativamente pacífica porque 3 de los 102 senadores dejaron faltas irremplazables, y el artículo 134 inciso 3 de la Constitución dice que “[p]ara efectos de conformación de quórum se tendrá como número de miembros la totalidad de los integrantes de la Corporación con excepción de aquellas curules que no puedan ser reemplazadas”. Sin embargo, acto seguido, la tesis Núñez dice que eso es para efectos del quórum y nada más, y no para definir cuál es la mayoría absoluta. Pero luego se abstiene de dar argumentos en respaldo de su tesis. Como creo que este momento exige más que un golpe de autoridad intelectual sobre la mesa, paso a mostrar por qué la tesis Núñez no es correcta, mientras la del Gobierno sí lo es.

Empecemos por mostrar que la tesis Núñez no sobreviviría a un escenario extremo. Supongamos que 52 Senadores dejan faltas irremplazables y quedan entonces solo 50 habilitados para sesionar y votar. Según la tesis Núñez, en ese caso que podría evidenciar una profunda crisis política, se necesitarían de todas formas 52 senadores para lograr la mayoría absoluta, lo cual por hipótesis sería imposible. Por tanto, no se podrían aprobar reformas constitucionales, ni leyes de facultades, ni leyes estatutarias, ni orgánicas, pues todas requerirían 52 apoyos por lo menos. Una tesis que lleve al absurdo de impedirnos enfrentar con la ley una profunda crisis institucional debe ser descartada, o al menos mirada con sospecha. Pero la tesis Núñez es inaceptable no solo en ese caso sino en todos. ¿Por qué?

Primero porque es terminológica y conceptualmente inconsistente. El quórum es una fracción del total de integrantes de la corporación o célula, que se necesita conformar para deliberar o decidir. Por ejemplo, si el total de integrantes es 100, y se necesita la mayoría de integrantes para obtener el quórum decisorio, entonces debe haber al menos 51 integrantes sesionando para poder tomar decisiones. Por tanto, para obtener el quórum, se necesita tener primero el total de los integrantes de la corporación. Y, en un sentido similar, la mayoría absoluta se logra si, de la totalidad de integrantes de una corporación, más de la mitad respalda una iniciativa o proposición. En consecuencia, también para computar la mayoría absoluta se necesita tener el total de integrantes de la respectiva cámara. Una vez se tenga el número de integrantes, este debe servir para computar los quórum y las mayorías absolutas. Pero no es consistente decir que hay un número de integrantes para conformar el quórum, y otro distinto para lograr las mayoría, pues es como si el Congreso tuviera en un mismo momento distintos números de integrantes. Sería fascinante un cuento de Borges - me acuerdo de los Tigres Azules - sobre un Congreso que en un mismo momento tiene distintos números de integrantes, pero en derecho constitucional eso resulta inconsistente. Sin embargo, esa increíblemente es una tesis a la que ha conducido a algunos su desacuerdo radical con el proceso de paz.

Pero demos una prueba de las implicaciones prácticas de esta inconsistencia, que muestran su irrazonabilidad. El quórum decisorio es el número de congresistas requerido para tomar decisiones, y por regla general lo conforma la mayoría de integrantes de una corporación. Si la mayoría absoluta es también igual a la mayoría de integrantes de una Corporación, como he dicho, los números del quórum decisorio y de la mayoría absoluta deberían ser idénticos. En la votación de ayer en el Senado, la mayoría absoluta tenía entonces que ser el mismo número requerido para la conformación del quórum decisorio. Por eso la Corte en la sentencia C-376 de 1995 dijo que "la mayoría decisoria en temas tales como las leyes estatutarias [que requieren mayoría absoluta para su aprobación] es igual al quórum decisorio". Pues bien, la tesis de Núñez dice que esto no es así, y que si bien el quórum decisorio ayer era de 50, la mayoría absoluta era de 52. Es decir, que el quórum decisorio puede ser inferior a la mayoría absoluta La tesis, como se ve, es tan absurda, que sostiene que en el trámite de una reforma que requiere mayoría absoluta se puede conformar un quórum decisorio que resulta insuficiente para decidir. Si solo se reúnen 50 senadores pueden y no pueden decidir. Pueden decidir porque tienen el quórum, pero no pueden hacerlo porque es ontológicamente imposible lograr las mayorías. No, esa tesis es insostenible.

La segunda razón para refutar la tesis Núñez es que no defiende ningún principio. Es, en ese sentido, materialmente infundada. La mayoría absoluta busca evitar que las minorías tomen, por sí mismas, decisiones contrarias a las mayorías de una Corporación. Eso puede suceder cuando, por ejemplo, se exige mayoría simple (mayoría de los presentes), pues esta puede tomar decisiones que la mayoría de los integrantes desaprobaría. Por ejemplo, supongamos que hay un Senado de 100 integrantes, y solo 51 Senadores asisten a una sesión. De ellos, 27 apoyan una iniciativa para cuya aprobación se requería mayoría simple y es aprobada. Puede ser que solo esos 27 hayan apoyado esa iniciativa, y que el resto de los 73 senadores –presentes y ausentes de la decisión- se le haya opuesto. En ese caso, una minoría del Senado habría tomado una decisión contra la mayoría.

Pese a sus resultados, por regla general admitimos la mayoría simple porque  al fin y al cabo es la mayoría de los presentes, y porque es importante darle cierto dinamismo y celeridad al parlamento, y desincentivar el ausentismo. Pero en asuntos de suma importancia, no estamos dispuestos a aceptar esa consecuencia, y entonces fijamos una regla de mayoría absoluta. Básicamente la mayoría absoluta se fija de tal manera, que una vez obtenida no haya ninguna agregación de voluntades en la corporación que pueda igualarla o superarla. Por eso es absoluta. En el ejemplo de un Senado con 100 integrantes, la mayoría absoluta sería 51, porque cuando una iniciativa ha obtenido 51 apoyos, no hay absolutamente ninguna agregación de voluntades que pueda igualarla o superarla. Es en realidad una mayoría absoluta.

Pero veamos esto desde una perspectiva distinta. ¿Qué ocurriría si en un Senado de 100 integrantes se fija la mayoría absoluta en 49? Pues que una vez se obtengan 49 votos, y se dé por aprobada la iniciativa, puede llegar a darse el caso que los restantes 51 senadores, hayan o no estado presentes en el recinto o en la decisión, tengan una posición opuesta, y así la minoría habría tomado la decisión por la mayoría de la corporación. Como se trata de asuntos de gran importancia (temas fundamentales), las sociedades asumen que no puede ser la minoría la que los tome, y como garantía que evite ese resultado fijan la mayoría absoluta. Una vez los constituyentes o legisladores encuentran la cifra en la cual una mayoría es inigualable o insuperable dentro de una corporación, encuentran también la mayoría absoluta. Exigir más apoyos que esos no es proteger la mayoría absoluta sino fijar una mayoría diferente. Incrementar la dificultad de obtener la mayoría.

Entonces volviendo a nuestro caso real, si los integrantes del Senado para efectos del quórum son 99, ese es el número de integrantes también para la mayoría absoluta. No hay ninguna razón de fondo que soporte una distinción en esta materia.  Y si los integrantes son 99, entonces la mayoría absoluta ha de fijarse en 50, por cuanto una vez se alcancen 50 apoyos para una proposición no hay ninguna otra agrupación en la institución que pueda igualarla o superarla. Si el número de habilitados para votar este jueves era de 99, dejar la mayoría aprobatoria en 52 no es respetar la mayoría absoluta sino incrementarla sustantiva e irrazonablemente, pues con 50 basta para garantizar el objetivo de evitar que la minoría tome decisiones por la mayoría.

Segunda objeción. Una vez obtenido el número de integrantes cómo se computa la mayoría absoluta

Este tema ya lo resolvió la Corte Constitucional en la sentencia C-784 de 2014, y por eso no me voy a detener en explicarlo. Basta con decir que la mayoría absoluta no es jurídicamente la “mitad más uno” de los integrantes del Congreso, pues no la definen así ni la Constitución ni la Ley 5 de 1992. Y esa fórmula solo es materialmente exacta y funciona cuando la corporación o célula tiene un número par de integrantes, mas no cuando estos suman un número impar. Pues, en este último caso, la mitad es una fracción y sumarle una unidad da otra fracción, que tendría que aproximarse. Y ni la Constitución ni la ley hablan de aproximación. En realidad la mayoría absoluta, por las razones antes indicadas, es más de la mitad de los integrantes, o el número entero superior siguiente a la mitad del total de los integrantes. Si hay 99 integrantes, la mitad es 49,5, y 50 es el número entero superior siguiente. Por lo tanto, la mayoría absoluta de una corporación con 99 integrantes es 50.

Si este era uno de los obstáculos en la aprobación de las circunscripciones de paz, en realidad está superado. 


domingo, 6 de agosto de 2017

UNA INJUSTICIA UNÁNIME


La Corte publicó hace poco un lamentable fallo, con ponencia de la magistrada Gloria Stella Ortiz y aceptado de forma unánime por la Sala Plena, en el cual convalidó una sanción disciplinaria impuesta contra la abogada Bernardita Pérez Restrepo (SU-396 de 2017). La conducta que desencadenó la sanción ocurrió en la segunda instancia de un proceso reivindicatorio. La abogada afirmó en esa fase que el juez de primera instancia carecía de jurisdicción para resolver el litigio y, pese a que se lo habían advertido, asumió jurisdicción, por lo cual se comportó –según Bernardita- “no como juez de la República, sino como jefe de una banda de ladrones”. Esta afirmación la hizo sin comillas, ni referencias bibliográficas, ni precisiones inmediatas sobre su sentido y alcance. Los jueces disciplinarios consideraron que la conducta era constitutiva de falta disciplinaria por injuria, pues suponía una deshonra para el juez, y la Corte Constitucional ratificó esa apreciación. Paso a mostrar por qué la Corte adoptó una decisión injusta.

Empiezo por las consecuencias del fallo. En este caso no estamos solo ante una leve sanción disciplinaria. La sanción disciplinaria parece leve, pues consiste en la suspensión en el ejercicio de la profesión por dos meses, y en multa de dos salarios mínimos mensuales. Pero el problema va más allá de la sanción. Bernardita es profesora de derecho constitucional y ha sido una prestigiosa y exitosa abogada en el orden regional y nacional. Esto le daba credenciales suficientes para aspirar a una alta Corte y, en particular, a la Constitucional. Tras la sanción, esa aspiración parece desvanecerse del horizonte, pues para ser magistrado de la Corte Constitucional, y ejercer determinados cargos similares, se exige buen crédito; es decir, buena reputación, y naturalmente un antecedente disciplinario afecta la imagen que tienen los demás de una abogada. A eso debemos sumarle un efecto de desaliento que produce el fallo sobre la libertad de expresión de los abogados, que a su turno tiene la potencialidad de afectar el derecho fundamental de defensa. Tomadas en conjunto estas consecuencias, podemos apreciar que este caso era más importante de lo que sugiere una valoración aislada de la sanción. Estamos ante una decisión que acepta las limitaciones impuestas por la sanción disciplinaria, y que al hacerlo además restringe el alcance de derechos políticos, de la libertad de expresión y del derecho de defensa.

Estos efectos serían aceptables si el fundamento de la sanción fuera fuerte y acertado. Sin embargo, el fallo es débil e injusto. La Corte define el sentido de la expresión empleada por Bernardita, neutralizando el significado que esta misma dijo haberle dado. Y lo hace, además, sin articular una teoría sobre cómo determinar el alcance de expresiones supuestamente deshonrosas en un proceso por injuria, cuando el implicado ofrece una explicación (plausible) no deshonrosa de su propio acto de habla. Bernardita intentó recalcar que sus palabras no cuestionaron la persona del juez, ni la licitud de sus actos, ni siquiera su moralidad, sino su validez jurídico formal. Explicó, con declaraciones de terceros y conceptos periciales, que su expresión hacía referencia a un pasaje de San Agustín luego retomado –con variaciones – por otros autores que han hecho teoría jurídica. Todos estos autores han analizado qué diferencia a un acto jurídico estatal del de un ladrón o un asaltante. Según la interpretación de Bernardita, lo que diferencia a ambos actos es su (dis)conformidad con las reglas jurídicas de validez. Si el juez usa el poder coactivo del Estado, debe hacerlo dentro del campo de validez establecido por el Derecho. De lo contrario, se comporta como el jefe de una banda de ladrones. Y lo hace no porque robe, ni porque su conducta sea delictiva o siquiera ilícita, tampoco porque sea inmoral, sino porque también el jefe de una banda de ladrones ejerce la coacción al margen de las condiciones de validez fijadas en el Derecho. 

Ni la Corte, ni los consejos de la judicatura aceptaron esta explicación, pero no queda claro por qué. Los jueces disciplinarios asumieron que al caracterizar al juez “como jefe de una banda de ladrones”, Bernardita lo había degradado a la condición de “líder de un grupo delincuencial”. La Corte considera que la sanción debe preservarse, pero se abstiene de retomar el sentido que los jueces disciplinarios le dieron a la expresión de Bernardita. Obsérvese que la Corte nunca dice que esta hubiera sindicado al juez de ser líder de una banda “delincuencial”, o algo de calibre equivalente. Por el contrario, sostiene que Bernardita usó la expresión “no para acusar[ al juez] de haber cometido un hurto, sino para denunciar su actuar inmoral, consistente en organizarse con otros y sacar provecho de acciones ilícitas”. La Corte matiza entonces la conclusión de los jueces disciplinarios, pues sacar provecho inmoral de actos ilícitos no es igual a ser delincuente, ya que hay ilícitos no delictivos. Pero incluso esta interpretación de la Corte dista de la de la propia Bernardita, pues ella nunca sindicó al juez de sacar provecho de un acto ilícito, y ni siquiera de que su actuar fuera inmoral. Lo que quiso fue resaltar la invalidez jurídica de sus actos. 

La Corte, en realidad, nunca nos dice cuál es el método apropiado para definir el sentido y alcance de una expresión en un proceso por injuria. Pero parece asumir que es legítimo determinar el significado de palabras presuntamente deshonrosas, neutralizando el sentido plausible que les da su emisor. Y esto es desafortunado. La injuria es un ilícito que exige dolo. Y cualquier abogado sabe que el dolo presupone conocimiento y voluntad del sujeto para realizar los elementos del tipo; es decir, en este caso, para proferir la imputación deshonrosa. Esto indica que no es posible marginar por completo, del análisis del significado de una expresión supuestamente deshonrosa, lo que el propio sujeto de la presunta falta creía estar haciendo y quería hacer con ella. Desde luego, la versión del implicado está sujeta a un examen crítico. Pero el carácter doloso de la falta, y las presunciones de buena fe e inocencia, exigen incorporar al análisis del lenguaje de la expresión, y como poderoso detonante del significado, el entendimiento que a ella le dé el propio disciplinado.

La libertad de expresión quedaría además drástica e injustamente reducida si las personas pueden escoger las formas de expresión, pero es el poder público quien determina el sentido de lo que expresan.[1] Las convenciones idiomáticas de una colectividad desde luego limitan la libertad de sentido, pero no la anulan. Incluso dentro de una comunidad de hablantes, una misma palabra o conjunto de palabras puede adquirir sentidos distintos, en contextos hermenéuticos diferentes. Y la libertad de sentido le garantiza al hablante la posibilidad de darles a sus palabras alguno de esos significados, sin que el poder público le pueda imponer específicamente uno de ellos. La Corte pasa por alto que, en un discurso especializado, los términos pueden tener un sentido distinto del que tienen por fuera de él. Estanislao Zuleta dice, por ejemplo, en su texto Sobre la lectura, que la locución “esclavo”, en el Teeteto de Platón, tiene un sentido distinto del que le atribuimos en general por fuera de ese discurso. “Esclavos” eran, en el diálogo platónico, los reyes y los jueces. Suena desde luego extraño clasificar a los reyes entre los esclavos. Pero esta clasificación tiene sentido en el diálogo de Platón, porque el vocablo “esclavo” designa a los seres humanos cuya necesidad de tomar decisiones bajo el apremio del tiempo, sesga su relación con la verdad. Epícteto era esclavo en el sentido político que se le daba a la expresión en Grecia y Roma, pero en el del diálogo platónico podría considerarse un hombre libre, si no tenía límites temporales artificiosos para resolver las grandes preguntas de su tiempo.

Supongamos ahora que un abogado filósofo cuestiona una decisión judicial y señala un error en un fallo. En su memorial le atribuye ese error al hecho de que el juez obra como un “esclavo”, ante las decisiones del legislador o, lo que sería peor, del Ejecutivo. Prima facie, el juez podría sentirse agredido y deshonrado, si interpreta estos términos al margen del sentido que le da el abogado. Parece un cuestionamiento rotundo a su deber de independencia, al punto de sugerir una ilícita sumisión absoluta a otro poder público. Sin embargo, si luego el abogado explica el origen de su aserción, de manera fundada, y demuestra un conocimiento suficiente de la fuente de su declaración, y prueba cómo con ella intentaba expresar las limitaciones judiciales para hallar la verdad, creo que esta explicación merecería ser considerada como la clave de interpretación de su acto de habla.

No trato de plantear la tesis exótica de Humpty Dumpty, en Alicia a través del espejo. “Cuando yo uso una palabra”, le dice Humpty Dumpty a Alicia, “significa lo que yo escojo que signifique –ni más ni menos”. Estoy lejos de esa concepción. Pero también del absurdo esencialismo semántico, según el cual las palabras tienen que cargar con una suerte de condena perpetua, y estar necesariamente atadas a un único significado, sin importar la intención del hablante ni el contexto. “Jefe de una banda de ladrones” solo podría significar “delincuente”, o “líder de una banda de delincuentes”, o actor o “beneficiario de un hecho ilícito”. Como si las palabras no pudieran tener sentidos distintos en contextos hermenéuticos diferentes. No; una palabra o un conjunto de palabras pueden tener un sentido injurioso en determinado contexto y no en otro. “Ladrón” o “jefe de una banda de ladrones” pueden tener un sentido no deshonroso en el contexto de un poema, de un juego infantil, de una revista cursi de farándula, o de un segmento analógico o metafórico en un discurso forense. Si el supuesto infractor de una injuria lo es porque dice esas palabras, y ofrece una teoría plausible no deshonrosa de su propio discurso, y da una explicación coherente de sus dichos, las presunciones de inocencia y buena fe, y la libertad de expresión, le imponen al juez la carga profunda de desvirtuar cabalmente la teoría, para atribuir responsabilidad, o de declarar la absolución.

Pero el juez no puede escoger el sentido deshonroso de unas palabras, y descartar la teoría plausible sobre el significado no deshonroso que les da el propio hablante, solo porque aquel le suena más parecido al que ordinariamente tiene la expresión. Produce verdadero temor que los jueces, en un contexto sancionatorio, puedan imponer autoritativamente el sentido que deben tener nuestras propias palabras, incluso si discrepa del que nosotros razonable y coherentemente les damos. Pues, de nuevo, las palabras pueden tener, en un discurso, un sentido diferente del que tienen por fuera de él, y si el juez puede trastocar esos sentidos para imponer un castigo, viola no solo la libertad de expresión (que recoge también la libertad de sentido), sino además el principio de responsabilidad por el acto, pues le atribuye al sujeto un acto de habla distinto al que efectivamente emitió.n ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ que la anterior es una del foro. por el acto, pues se me atribuye un acto de habla distinto al que efectivamente emití.í En el caso de Bernardita, la expresión actuar “como” “jefe de una banda de ladrones”, incluso si viene sin comillas, puede explicarse de forma coherente y plausible como una aseveración no deshonrosa.  Cuando dice que el juez obró “como” el jefe de una banda de ladrones, no quiere decir que el juez hubiera cometido un delito, o actuado de modo ilícito, o siquiera inmoral. Solo que obró al margen de las condiciones jurídico formales de validez de sus actos.

Una analogía se emplea para ilustrar o enfatizar un aspecto desconocido u oscuro o minusvalorado de un discurso, poniéndolo en comparación con un referente que resulta más conocido o notorio o valorado para un auditorio. La analogía no es un mecanismo que le contagie al primer aspecto todas las propiedades del segundo. Si digo “tu pelo es como un sol”, no quiero decir que “tu pelo” tenga todas las propiedades del sol. Puedo querer decir que es “amarillo” y “brillante” y “hermoso”, pero no que sea peligroso acercarse a él, o que sea el centro de la galaxia, o que produzca cáncer en ciertas circunstancias, o algo por el estilo. Cuando Bernardita dice que el juez obró “como” el jefe de una banda de ladrones, lo hace para resaltar que obraba sin las condiciones de validez, y no que además hubiera cometido un ilícito o se hubiera querido aprovechar de ese ilícito, ni nada semejante. La Corte y los jueces disciplinarios confunden la analogía con la identidad, y trastocan el sentido de las palabras de Bernardita. Con la lamentable consecuencia de imponerle una sanción por un acto (de habla) que ella no cometió.

Bernardita tenía entonces una explicación coherente no deshonrosa de su acto de habla, que sintonizaba con su formación profesional académica. Con él quería decir que el juez obró al margen de las condiciones de validez y, por tanto, contra derecho. En ese aspecto, y no en los demás, el juez –según Bernardita- obró “como” el “jefe de una banda de ladrones”, pues ejerció un poder coactivo al margen de las reglas de validez del derecho. En otras palabras, sostuvo que obró de manera ilegal. Y aducir que un juez obra de manera ilegal es propio del foro. Eso es lo que se plantea ordinariamente en una impugnación. No constituye una injuria. Al haber convalidado una sanción por una injuria que nunca existió, la Corte cometió un error, y ese error la condujo a convalidar una dolorosa injusticia. Lo peor es que fue un fallo sin salvamentos ni aclaraciones de voto. Fue una injusticia unánime.





[1] Imaginemos una pesadilla orwelliana, de una sociedad en la cual las personas puedan escoger solo las formas de expresión, pero el poder público tenga la atribución de fijarles unilateralmente el sentido para imponerles sanciones. Esa sociedad no garantizaría la libertad de expresión.

sábado, 8 de julio de 2017

FRAUDE AL ACUERDO: Una idea para el control de los actos legislativos fast track

Propongo a continuación una idea para la revisión constitucional de los actos legislativos fast track, que llamaré tesis de control de fraude al acuerdo’. Sostengo que hay un vicio de procedimiento si el Congreso, vía fast track, adopta una reforma constitucional que defrauda el acuerdo, como paso a mostrarlo enseguida.

A diferencia de la aprobación ordinaria de actos legislativos, que exige ocho debates en el Congreso, los actos legislativos fast track se pueden aprobar con cuatro debates parlamentarios. En la sentencia C-699 de 2016, la Corte Constitucional sostuvo que esto se justifica en un marco de rigidez constitucional porque el mecanismo de reforma fast track no se compone solo de su parte parlamentaria, sino también de un proceso de refrendación popular previo del acuerdo final, que constaría de participación ciudadana y de una etapa de concertación para desarrollar sus resultados de buena fe. Así, el procedimiento de formación de actos legislativos fast track constaría de las siguientes fases: (i) un acuerdo final, (ii) participación ciudadana sobre el acuerdo, (iii) modificaciones al acuerdo para desarrollar de buena fe el pronunciamiento ciudadano, y (iv) luego implementación o desarrollo del acuerdo mediante aprobación en el Congreso del acto legislativo fast track con cuatro debates.

Este proceso de deliberación, decisión y concertación públicas, que antecede a la etapa parlamentaria en la reforma fast track, les otorga legitimidad suficiente a los actos legislativos para ser parte de la Constitución, pese a contar con solo cuatro debates en el Congreso. Pero esta legitimidad depende entonces de que la reforma fast track efectivamente desarrolle o implemente el acuerdo final, pues si no es así, entonces en realidad estaríamos ante una enmienda constitucional aprobada única y exclusivamente con cuatro debates y nada más; es decir, sin otra vuelta parlamentaria y sin refrendación popular por consulta previa. Estaríamos, en síntesis, ante un acto igual a una ley con mayoría absoluta, y una simple ley no puede, ni siquiera con mayoría absoluta, reformar la Constitución. Es por esto que uno de los aspectos que la Corte debe verificar con mayor celo es el atinente a si el acto controlado desarrolla o implementa el acuerdo final.  

Pues bien, aunque puede haber dificultades para saber esto último, hay un caso fácil de enmienda que ni implementa ni desarrolla el acuerdo final, y es precisamente el de fraude a lo acordado. El test de fraude al acuerdo no consiste solo en constatar si la reforma dice algo que el acuerdo no trae, pues este último, aunque es detallado en muchos puntos, no agota todos los elementos de su desarrollo. Por ejemplo, el acuerdo dice que quienes aporten verdad oportunamente se sujetarán dentro de la JEP a sanciones de restricción de la libertad entre 5 y 8 años, pero no precisa cómo serían esas restricciones. El Congreso podría fijar, en una reforma constitucional, algunos parámetros para precisar esas penas, sin que esta decisión de colmar un vacío resulte suficiente para sostener que ha habido un fraude al acuerdo, pues en realidad el desarrollo y la implementación suponen precisamente llenar espacios no colmados por las partes en el acuerdo final.

Pero el test de fraude tampoco consiste en verificar solo si la reforma contradice el acuerdo final. Por ejemplo, el Acto Legislativo 1 de 2017 prevé que los conflictos de competencia entre la JEP y otras jurisdicciones estatales serían resueltos por una sala incidental integrada por magistrados de la Corte Constitucional y de la propia JEP. En contraste, el acuerdo decía que esta sala incidental estaría integrada por magistrados, no de la Corte Constitucional, sino del Consejo Superior de la Judicatura y de la JEP. Sin embargo, en esto no ha habido un fraude, pues en realidad no se afectan principios sustantivos ni de la Constitución ni del acuerdo final, sino que hay simplemente una diferencia competencial sin repercusiones sustanciales relevantes.

Entonces ¿en qué consiste el test de fraude al acuerdo? En verificar, primero, si la reforma fast track dice algo que el acuerdo no trae, o si lo dice de forma sustancialmente distinta o contradictoria y, segundo, si esto viola los principios del acuerdo, que sean compatibles con la Constitución. El fraude se perfecciona claramente cuando la reforma contradice abiertamente los principios del acuerdo y sus compromisos detallados, pero también cuando se usan los espacios en blanco o incluso la ambigüedad o vaguedad de sus palabras para contravenir sus principios coherentes con la Constitución.

La regulación de la responsabilidad de mando en el Acto Legislativo 1 de 2017 es, para mí, un fraude al acuerdo. El acuerdo no exige que, para atribuir responsabilidad a los superiores por las atrocidades de sus subalternos, se requiera que aquellos tuvieran competencia jurídica en el área en que ocurrieron los hechos o para realizar las actividades que los desencadenaron. Sin embargo, esto es lo que parece exigir el acto legislativo. Podría decirse que esto no es más que un desarrollo, y que precisamente por serlo prevé cosas no expresamente acordadas. El problema es que esta regulación no solo contempla algo que no está en el acuerdo, sino que al hacerlo viola precisamente los principios que lo inspiran, en particular, los derechos de las víctimas. El Acto Legislativo sustrae del ámbito jurisdiccional la responsabilidad por el mando efectivo de facto en la comisión de crímenes internacionales de notoria gravedad (torturas y desapariciones forzadas, por ejemplo), y así deja a las víctimas sin justicia, y limita su derecho a la verdad jurisdiccional.

Dado que estos aspectos no están en el acuerdo y desconocen sus principios, los cuales son coherentes con la Constitución, la reforma constitucional se produjo solo con cuatro debates, sin un proceso de refrendación previo, y por eso en lo pertinente presenta un vicio de trámite y, en lo relevante, debería declararse inexequible.