domingo, 6 de agosto de 2017

UNA INJUSTICIA UNÁNIME


La Corte publicó hace poco un lamentable fallo, con ponencia de la magistrada Gloria Stella Ortiz y aceptado de forma unánime por la Sala Plena, en el cual convalidó una sanción disciplinaria impuesta contra la abogada Bernardita Pérez Restrepo (SU-396 de 2017). La conducta que desencadenó la sanción ocurrió en la segunda instancia de un proceso reivindicatorio. La abogada afirmó en esa fase que el juez de primera instancia carecía de jurisdicción para resolver el litigio y, pese a que se lo habían advertido, asumió jurisdicción, por lo cual se comportó –según Bernardita- “no como juez de la República, sino como jefe de una banda de ladrones”. Esta afirmación la hizo sin comillas, ni referencias bibliográficas, ni precisiones inmediatas sobre su sentido y alcance. Los jueces disciplinarios consideraron que la conducta era constitutiva de falta disciplinaria por injuria, pues suponía una deshonra para el juez, y la Corte Constitucional ratificó esa apreciación. Paso a mostrar por qué la Corte adoptó una decisión injusta.

Empiezo por las consecuencias del fallo. En este caso no estamos solo ante una leve sanción disciplinaria. La sanción disciplinaria parece leve, pues consiste en la suspensión en el ejercicio de la profesión por dos meses, y en multa de dos salarios mínimos mensuales. Pero el problema va más allá de la sanción. Bernardita es profesora de derecho constitucional y ha sido una prestigiosa y exitosa abogada en el orden regional y nacional. Esto le daba credenciales suficientes para aspirar a una alta Corte y, en particular, a la Constitucional. Tras la sanción, esa aspiración parece desvanecerse del horizonte, pues para ser magistrado de la Corte Constitucional, y ejercer determinados cargos similares, se exige buen crédito; es decir, buena reputación, y naturalmente un antecedente disciplinario afecta la imagen que tienen los demás de una abogada. A eso debemos sumarle un efecto de desaliento que produce el fallo sobre la libertad de expresión de los abogados, que a su turno tiene la potencialidad de afectar el derecho fundamental de defensa. Tomadas en conjunto estas consecuencias, podemos apreciar que este caso era más importante de lo que sugiere una valoración aislada de la sanción. Estamos ante una decisión que acepta las limitaciones impuestas por la sanción disciplinaria, y que al hacerlo además restringe el alcance de derechos políticos, de la libertad de expresión y del derecho de defensa.

Estos efectos serían aceptables si el fundamento de la sanción fuera fuerte y acertado. Sin embargo, el fallo es débil e injusto. La Corte define el sentido de la expresión empleada por Bernardita, neutralizando el significado que esta misma dijo haberle dado. Y lo hace, además, sin articular una teoría sobre cómo determinar el alcance de expresiones supuestamente deshonrosas en un proceso por injuria, cuando el implicado ofrece una explicación (plausible) no deshonrosa de su propio acto de habla. Bernardita intentó recalcar que sus palabras no cuestionaron la persona del juez, ni la licitud de sus actos, ni siquiera su moralidad, sino su validez jurídico formal. Explicó, con declaraciones de terceros y conceptos periciales, que su expresión hacía referencia a un pasaje de San Agustín luego retomado –con variaciones – por otros autores que han hecho teoría jurídica. Todos estos autores han analizado qué diferencia a un acto jurídico estatal del de un ladrón o un asaltante. Según la interpretación de Bernardita, lo que diferencia a ambos actos es su (dis)conformidad con las reglas jurídicas de validez. Si el juez usa el poder coactivo del Estado, debe hacerlo dentro del campo de validez establecido por el Derecho. De lo contrario, se comporta como el jefe de una banda de ladrones. Y lo hace no porque robe, ni porque su conducta sea delictiva o siquiera ilícita, tampoco porque sea inmoral, sino porque también el jefe de una banda de ladrones ejerce la coacción al margen de las condiciones de validez fijadas en el Derecho. 

Ni la Corte, ni los consejos de la judicatura aceptaron esta explicación, pero no queda claro por qué. Los jueces disciplinarios asumieron que al caracterizar al juez “como jefe de una banda de ladrones”, Bernardita lo había degradado a la condición de “líder de un grupo delincuencial”. La Corte considera que la sanción debe preservarse, pero se abstiene de retomar el sentido que los jueces disciplinarios le dieron a la expresión de Bernardita. Obsérvese que la Corte nunca dice que esta hubiera sindicado al juez de ser líder de una banda “delincuencial”, o algo de calibre equivalente. Por el contrario, sostiene que Bernardita usó la expresión “no para acusar[ al juez] de haber cometido un hurto, sino para denunciar su actuar inmoral, consistente en organizarse con otros y sacar provecho de acciones ilícitas”. La Corte matiza entonces la conclusión de los jueces disciplinarios, pues sacar provecho inmoral de actos ilícitos no es igual a ser delincuente, ya que hay ilícitos no delictivos. Pero incluso esta interpretación de la Corte dista de la de la propia Bernardita, pues ella nunca sindicó al juez de sacar provecho de un acto ilícito, y ni siquiera de que su actuar fuera inmoral. Lo que quiso fue resaltar la invalidez jurídica de sus actos. 

La Corte, en realidad, nunca nos dice cuál es el método apropiado para definir el sentido y alcance de una expresión en un proceso por injuria. Pero parece asumir que es legítimo determinar el significado de palabras presuntamente deshonrosas, neutralizando el sentido plausible que les da su emisor. Y esto es desafortunado. La injuria es un ilícito que exige dolo. Y cualquier abogado sabe que el dolo presupone conocimiento y voluntad del sujeto para realizar los elementos del tipo; es decir, en este caso, para proferir la imputación deshonrosa. Esto indica que no es posible marginar por completo, del análisis del significado de una expresión supuestamente deshonrosa, lo que el propio sujeto de la presunta falta creía estar haciendo y quería hacer con ella. Desde luego, la versión del implicado está sujeta a un examen crítico. Pero el carácter doloso de la falta, y las presunciones de buena fe e inocencia, exigen incorporar al análisis del lenguaje de la expresión, y como poderoso detonante del significado, el entendimiento que a ella le dé el propio disciplinado.

La libertad de expresión quedaría además drástica e injustamente reducida si las personas pueden escoger las formas de expresión, pero es el poder público quien determina el sentido de lo que expresan.[1] Las convenciones idiomáticas de una colectividad desde luego limitan la libertad de sentido, pero no la anulan. Incluso dentro de una comunidad de hablantes, una misma palabra o conjunto de palabras puede adquirir sentidos distintos, en contextos hermenéuticos diferentes. Y la libertad de sentido le garantiza al hablante la posibilidad de darles a sus palabras alguno de esos significados, sin que el poder público le pueda imponer específicamente uno de ellos. La Corte pasa por alto que, en un discurso especializado, los términos pueden tener un sentido distinto del que tienen por fuera de él. Estanislao Zuleta dice, por ejemplo, en su texto Sobre la lectura, que la locución “esclavo”, en el Teeteto de Platón, tiene un sentido distinto del que le atribuimos en general por fuera de ese discurso. “Esclavos” eran, en el diálogo platónico, los reyes y los jueces. Suena desde luego extraño clasificar a los reyes entre los esclavos. Pero esta clasificación tiene sentido en el diálogo de Platón, porque el vocablo “esclavo” designa a los seres humanos cuya necesidad de tomar decisiones bajo el apremio del tiempo, sesga su relación con la verdad. Epícteto era esclavo en el sentido político que se le daba a la expresión en Grecia y Roma, pero en el del diálogo platónico podría considerarse un hombre libre, si no tenía límites temporales artificiosos para resolver las grandes preguntas de su tiempo.

Supongamos ahora que un abogado filósofo cuestiona una decisión judicial y señala un error en un fallo. En su memorial le atribuye ese error al hecho de que el juez obra como un “esclavo”, ante las decisiones del legislador o, lo que sería peor, del Ejecutivo. Prima facie, el juez podría sentirse agredido y deshonrado, si interpreta estos términos al margen del sentido que le da el abogado. Parece un cuestionamiento rotundo a su deber de independencia, al punto de sugerir una ilícita sumisión absoluta a otro poder público. Sin embargo, si luego el abogado explica el origen de su aserción, de manera fundada, y demuestra un conocimiento suficiente de la fuente de su declaración, y prueba cómo con ella intentaba expresar las limitaciones judiciales para hallar la verdad, creo que esta explicación merecería ser considerada como la clave de interpretación de su acto de habla.

No trato de plantear la tesis exótica de Humpty Dumpty, en Alicia a través del espejo. “Cuando yo uso una palabra”, le dice Humpty Dumpty a Alicia, “significa lo que yo escojo que signifique –ni más ni menos”. Estoy lejos de esa concepción. Pero también del absurdo esencialismo semántico, según el cual las palabras tienen que cargar con una suerte de condena perpetua, y estar necesariamente atadas a un único significado, sin importar la intención del hablante ni el contexto. “Jefe de una banda de ladrones” solo podría significar “delincuente”, o “líder de una banda de delincuentes”, o actor o “beneficiario de un hecho ilícito”. Como si las palabras no pudieran tener sentidos distintos en contextos hermenéuticos diferentes. No; una palabra o un conjunto de palabras pueden tener un sentido injurioso en determinado contexto y no en otro. “Ladrón” o “jefe de una banda de ladrones” pueden tener un sentido no deshonroso en el contexto de un poema, de un juego infantil, de una revista cursi de farándula, o de un segmento analógico o metafórico en un discurso forense. Si el supuesto infractor de una injuria lo es porque dice esas palabras, y ofrece una teoría plausible no deshonrosa de su propio discurso, y da una explicación coherente de sus dichos, las presunciones de inocencia y buena fe, y la libertad de expresión, le imponen al juez la carga profunda de desvirtuar cabalmente la teoría, para atribuir responsabilidad, o de declarar la absolución.

Pero el juez no puede escoger el sentido deshonroso de unas palabras, y descartar la teoría plausible sobre el significado no deshonroso que les da el propio hablante, solo porque aquel le suena más parecido al que ordinariamente tiene la expresión. Produce verdadero temor que los jueces, en un contexto sancionatorio, puedan imponer autoritativamente el sentido que deben tener nuestras propias palabras, incluso si discrepa del que nosotros razonable y coherentemente les damos. Pues, de nuevo, las palabras pueden tener, en un discurso, un sentido diferente del que tienen por fuera de él, y si el juez puede trastocar esos sentidos para imponer un castigo, viola no solo la libertad de expresión (que recoge también la libertad de sentido), sino además el principio de responsabilidad por el acto, pues le atribuye al sujeto un acto de habla distinto al que efectivamente emitió.n ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ que la anterior es una del foro. por el acto, pues se me atribuye un acto de habla distinto al que efectivamente emití.í En el caso de Bernardita, la expresión actuar “como” “jefe de una banda de ladrones”, incluso si viene sin comillas, puede explicarse de forma coherente y plausible como una aseveración no deshonrosa.  Cuando dice que el juez obró “como” el jefe de una banda de ladrones, no quiere decir que el juez hubiera cometido un delito, o actuado de modo ilícito, o siquiera inmoral. Solo que obró al margen de las condiciones jurídico formales de validez de sus actos.

Una analogía se emplea para ilustrar o enfatizar un aspecto desconocido u oscuro o minusvalorado de un discurso, poniéndolo en comparación con un referente que resulta más conocido o notorio o valorado para un auditorio. La analogía no es un mecanismo que le contagie al primer aspecto todas las propiedades del segundo. Si digo “tu pelo es como un sol”, no quiero decir que “tu pelo” tenga todas las propiedades del sol. Puedo querer decir que es “amarillo” y “brillante” y “hermoso”, pero no que sea peligroso acercarse a él, o que sea el centro de la galaxia, o que produzca cáncer en ciertas circunstancias, o algo por el estilo. Cuando Bernardita dice que el juez obró “como” el jefe de una banda de ladrones, lo hace para resaltar que obraba sin las condiciones de validez, y no que además hubiera cometido un ilícito o se hubiera querido aprovechar de ese ilícito, ni nada semejante. La Corte y los jueces disciplinarios confunden la analogía con la identidad, y trastocan el sentido de las palabras de Bernardita. Con la lamentable consecuencia de imponerle una sanción por un acto (de habla) que ella no cometió.

Bernardita tenía entonces una explicación coherente no deshonrosa de su acto de habla, que sintonizaba con su formación profesional académica. Con él quería decir que el juez obró al margen de las condiciones de validez y, por tanto, contra derecho. En ese aspecto, y no en los demás, el juez –según Bernardita- obró “como” el “jefe de una banda de ladrones”, pues ejerció un poder coactivo al margen de las reglas de validez del derecho. En otras palabras, sostuvo que obró de manera ilegal. Y aducir que un juez obra de manera ilegal es propio del foro. Eso es lo que se plantea ordinariamente en una impugnación. No constituye una injuria. Al haber convalidado una sanción por una injuria que nunca existió, la Corte cometió un error, y ese error la condujo a convalidar una dolorosa injusticia. Lo peor es que fue un fallo sin salvamentos ni aclaraciones de voto. Fue una injusticia unánime.





[1] Imaginemos una pesadilla orwelliana, de una sociedad en la cual las personas puedan escoger solo las formas de expresión, pero el poder público tenga la atribución de fijarles unilateralmente el sentido para imponerles sanciones. Esa sociedad no garantizaría la libertad de expresión.