La Corte publicó hace poco un lamentable fallo, con ponencia de la magistrada Gloria
Stella Ortiz y aceptado de forma unánime por la Sala Plena, en el cual convalidó
una sanción disciplinaria impuesta contra la abogada Bernardita Pérez Restrepo
(SU-396 de 2017). La conducta que desencadenó la sanción ocurrió en la segunda
instancia de un proceso reivindicatorio. La abogada afirmó en esa fase que el
juez de primera instancia carecía de jurisdicción para resolver el litigio y,
pese a que se lo habían advertido, asumió jurisdicción, por lo cual se comportó
–según Bernardita- “no como juez de la República, sino como jefe de una banda de
ladrones”. Esta afirmación la hizo sin comillas, ni referencias bibliográficas,
ni precisiones inmediatas sobre su sentido y alcance. Los jueces disciplinarios
consideraron que la conducta era constitutiva de falta disciplinaria por
injuria, pues suponía una deshonra para el juez, y la Corte Constitucional ratificó
esa apreciación. Paso a mostrar por qué la Corte adoptó una decisión injusta.
Empiezo por
las consecuencias del fallo. En este caso no estamos solo ante una leve sanción
disciplinaria. La sanción disciplinaria parece leve, pues consiste en la
suspensión en el ejercicio de la profesión por dos meses, y en multa de dos
salarios mínimos mensuales. Pero el problema va más allá de la sanción.
Bernardita es profesora de derecho constitucional y ha sido una prestigiosa y
exitosa abogada en el orden regional y nacional. Esto le daba credenciales
suficientes para aspirar a una alta Corte y, en particular, a la
Constitucional. Tras la sanción, esa aspiración parece desvanecerse del
horizonte, pues para ser magistrado de la Corte Constitucional, y ejercer
determinados cargos similares, se exige buen crédito; es decir, buena
reputación, y naturalmente un antecedente disciplinario afecta la imagen que
tienen los demás de una abogada. A eso debemos sumarle un efecto de desaliento
que produce el fallo sobre la libertad de expresión de los abogados, que a su
turno tiene la potencialidad de afectar el derecho fundamental de defensa.
Tomadas en conjunto estas consecuencias, podemos apreciar que este caso era más
importante de lo que sugiere una valoración aislada de la sanción. Estamos ante
una decisión que acepta las limitaciones impuestas por la sanción
disciplinaria, y que al hacerlo además restringe el alcance de derechos
políticos, de la libertad de expresión y del derecho de defensa.
Estos efectos
serían aceptables si el fundamento de la sanción fuera fuerte y acertado. Sin
embargo, el fallo es débil e injusto. La Corte define el sentido de la
expresión empleada por Bernardita, neutralizando el significado que esta misma
dijo haberle dado. Y lo hace, además, sin articular una teoría sobre cómo
determinar el alcance de expresiones supuestamente deshonrosas en un proceso
por injuria, cuando el implicado ofrece una explicación (plausible) no
deshonrosa de su propio acto de habla. Bernardita intentó recalcar que sus
palabras no cuestionaron la persona del juez, ni la licitud de sus actos, ni
siquiera su moralidad, sino su validez jurídico formal. Explicó, con
declaraciones de terceros y conceptos periciales, que su expresión hacía
referencia a un pasaje de San Agustín luego retomado –con variaciones – por otros
autores que han hecho teoría jurídica. Todos estos autores han analizado qué
diferencia a un acto jurídico estatal del de un ladrón o un asaltante. Según la
interpretación de Bernardita, lo que diferencia a ambos actos es su (dis)conformidad
con las reglas jurídicas de validez. Si el juez usa el poder coactivo del
Estado, debe hacerlo dentro del campo de validez establecido por el Derecho. De
lo contrario, se comporta como el
jefe de una banda de ladrones. Y lo hace no porque robe, ni porque su conducta
sea delictiva o siquiera ilícita, tampoco porque sea inmoral, sino porque
también el jefe de una banda de ladrones ejerce la coacción al margen de las
condiciones de validez fijadas en el Derecho.
Ni la
Corte, ni los consejos de la judicatura aceptaron esta explicación, pero no
queda claro por qué. Los jueces disciplinarios asumieron que al caracterizar al
juez “como jefe de una banda de ladrones”, Bernardita lo había degradado a la
condición de “líder de un grupo delincuencial”. La Corte considera que la
sanción debe preservarse, pero se abstiene de retomar el sentido que los jueces
disciplinarios le dieron a la expresión de Bernardita. Obsérvese que la Corte nunca
dice que esta hubiera sindicado al juez de ser líder de una banda “delincuencial”,
o algo de calibre equivalente. Por el contrario, sostiene que Bernardita usó la
expresión “no para acusar[ al juez] de haber cometido un hurto, sino
para denunciar su actuar inmoral, consistente en organizarse con otros y sacar
provecho de acciones ilícitas”. La Corte matiza entonces la conclusión de los
jueces disciplinarios, pues sacar provecho inmoral de actos ilícitos no es
igual a ser delincuente, ya que hay ilícitos no delictivos. Pero incluso esta
interpretación de la Corte dista de la de la propia Bernardita, pues ella nunca
sindicó al juez de sacar provecho de un acto ilícito, y ni siquiera de que su
actuar fuera inmoral. Lo que quiso fue resaltar la invalidez jurídica de sus
actos.
La Corte, en realidad, nunca nos dice cuál es el método apropiado para
definir el sentido y alcance de una expresión en un proceso por injuria. Pero
parece asumir que es legítimo determinar el significado de palabras
presuntamente deshonrosas, neutralizando el sentido plausible que les da su
emisor. Y esto es desafortunado. La injuria es un ilícito que exige dolo. Y
cualquier abogado sabe que el dolo presupone conocimiento y voluntad del
sujeto para realizar los elementos del tipo; es decir, en este caso, para
proferir la imputación deshonrosa. Esto indica que no es posible marginar por
completo, del análisis del significado de una expresión supuestamente
deshonrosa, lo que el propio sujeto de la presunta falta creía estar
haciendo y quería hacer con ella. Desde luego, la versión del implicado está
sujeta a un examen crítico. Pero el carácter doloso de la falta, y las
presunciones de buena fe e inocencia, exigen incorporar al análisis del
lenguaje de la expresión, y como poderoso detonante del significado, el
entendimiento que a ella le dé el propio disciplinado.
La libertad de expresión quedaría además drástica e injustamente reducida
si las personas pueden escoger las formas
de expresión, pero es el poder público quien determina el sentido de lo que expresan.[1]
Las convenciones idiomáticas de una colectividad desde luego limitan la
libertad de sentido, pero no la anulan. Incluso dentro de una comunidad de
hablantes, una misma palabra o conjunto de palabras puede adquirir sentidos
distintos, en contextos hermenéuticos diferentes. Y la libertad de sentido le
garantiza al hablante la posibilidad de darles a sus palabras alguno de esos significados,
sin que el poder público le pueda imponer específicamente uno de ellos. La Corte pasa por alto que, en un discurso
especializado, los términos pueden tener un sentido distinto del que tienen por
fuera de él. Estanislao Zuleta dice, por ejemplo, en su texto Sobre la lectura, que la locución
“esclavo”, en el Teeteto de Platón,
tiene un sentido distinto del que le atribuimos en general por fuera de ese
discurso. “Esclavos” eran, en el diálogo platónico, los reyes y los jueces. Suena
desde luego extraño clasificar a los reyes entre los esclavos. Pero esta
clasificación tiene sentido en el diálogo de Platón, porque el vocablo “esclavo”
designa a los seres humanos cuya necesidad de tomar decisiones bajo el apremio
del tiempo, sesga su relación con la verdad. Epícteto era esclavo en el sentido
político que se le daba a la expresión en Grecia y Roma, pero en el del diálogo
platónico podría considerarse un hombre libre, si no tenía límites temporales
artificiosos para resolver las grandes preguntas de su tiempo.
Supongamos
ahora que un abogado filósofo cuestiona una decisión judicial y señala un error
en un fallo. En su memorial le atribuye ese error al hecho de que el juez obra
como un “esclavo”, ante las decisiones del legislador o, lo que sería peor, del
Ejecutivo. Prima facie, el juez podría sentirse agredido y deshonrado, si
interpreta estos términos al margen del sentido que le da el abogado. Parece un
cuestionamiento rotundo a su deber de independencia, al punto de sugerir una
ilícita sumisión absoluta a otro poder público. Sin embargo, si luego el
abogado explica el origen de su aserción, de manera fundada, y demuestra un
conocimiento suficiente de la fuente de su declaración, y prueba cómo con ella
intentaba expresar las limitaciones judiciales para hallar la verdad, creo que
esta explicación merecería ser considerada como la clave de interpretación de
su acto de habla.
No trato de
plantear la tesis exótica de Humpty Dumpty, en Alicia a través del espejo. “Cuando
yo uso una palabra”, le dice Humpty Dumpty a Alicia, “significa lo que yo
escojo que signifique –ni más ni menos”. Estoy lejos de esa concepción. Pero también
del absurdo esencialismo semántico, según el cual las palabras tienen que
cargar con una suerte de condena perpetua, y estar necesariamente atadas a un
único significado, sin importar la intención del hablante ni el contexto. “Jefe
de una banda de ladrones” solo podría significar “delincuente”, o “líder de una
banda de delincuentes”, o actor o “beneficiario de un hecho ilícito”. Como si
las palabras no pudieran tener sentidos distintos en contextos hermenéuticos diferentes.
No; una palabra o un conjunto de palabras pueden tener un sentido injurioso en
determinado contexto y no en otro. “Ladrón” o “jefe de una banda de ladrones”
pueden tener un sentido no deshonroso en el contexto de un poema, de un juego
infantil, de una revista cursi de farándula, o de un segmento analógico o
metafórico en un discurso forense. Si el supuesto infractor de una injuria lo
es porque dice esas palabras, y ofrece una teoría plausible no deshonrosa de su
propio discurso, y da una explicación coherente de sus dichos, las presunciones
de inocencia y buena fe, y la libertad de expresión, le imponen al juez la
carga profunda de desvirtuar cabalmente la teoría, para atribuir responsabilidad,
o de declarar la absolución.
Pero el
juez no puede escoger el sentido deshonroso de unas palabras, y descartar la
teoría plausible sobre el significado no deshonroso que les da el propio
hablante, solo porque aquel le suena más parecido al que ordinariamente tiene
la expresión. Produce verdadero temor que los jueces, en un contexto
sancionatorio, puedan imponer autoritativamente el sentido que deben tener
nuestras propias palabras, incluso si discrepa del que nosotros razonable y coherentemente
les damos. Pues, de nuevo, las palabras pueden tener, en un discurso, un
sentido diferente del que tienen por fuera de él, y si el juez puede trastocar
esos sentidos para imponer un castigo, viola no solo la libertad de expresión
(que recoge también la libertad de sentido), sino además el principio de
responsabilidad por el acto, pues le atribuye al sujeto un acto de habla distinto
al que efectivamente emitió. Cuando dice que el juez obró
“como” el jefe de una banda de ladrones, no quiere decir que el juez hubiera
cometido un delito, o actuado de modo ilícito, o siquiera inmoral. Solo que
obró al margen de las condiciones jurídico formales de validez de sus actos. En el caso de Bernardita, la
expresión actuar “como” “jefe de una banda de ladrones”, incluso si viene sin
comillas, puede explicarse de forma coherente y plausible como una aseveración
no deshonrosa.
Una
analogía se emplea para ilustrar o enfatizar un aspecto desconocido u oscuro o
minusvalorado de un discurso, poniéndolo en comparación con un referente que
resulta más conocido o notorio o valorado para un auditorio. La analogía no es
un mecanismo que le contagie al primer aspecto todas las propiedades del segundo. Si digo “tu pelo es como
un sol”, no quiero decir que “tu pelo” tenga todas las propiedades del sol. Puedo querer decir que es “amarillo”
y “brillante” y “hermoso”, pero no que sea peligroso acercarse a él, o que sea
el centro de la galaxia, o que produzca cáncer en ciertas circunstancias, o
algo por el estilo. Cuando Bernardita dice que el juez obró “como” el jefe de
una banda de ladrones, lo hace para resaltar que obraba sin las condiciones de
validez, y no que además hubiera
cometido un ilícito o se hubiera querido aprovechar de ese ilícito, ni nada
semejante. La Corte y los jueces disciplinarios confunden la analogía con la
identidad, y trastocan el sentido de las palabras de Bernardita. Con la
lamentable consecuencia de imponerle una sanción por un acto (de habla) que
ella no cometió.
Bernardita
tenía entonces una explicación coherente no deshonrosa de su acto de habla, que
sintonizaba con su formación profesional académica. Con él quería decir que el
juez obró al margen de las condiciones de validez y, por tanto, contra derecho.
En ese aspecto, y no en los demás, el juez –según Bernardita- obró “como” el “jefe
de una banda de ladrones”, pues ejerció un poder coactivo al margen de las
reglas de validez del derecho. En otras palabras, sostuvo que obró de manera
ilegal. Y aducir que un juez obra de manera ilegal es propio del foro. Eso es
lo que se plantea ordinariamente en una impugnación. No constituye una injuria.
Al haber convalidado una sanción por una injuria que nunca existió, la Corte
cometió un error, y ese error la condujo a convalidar una dolorosa injusticia. Lo peor es que fue un fallo sin salvamentos ni aclaraciones de voto. Fue una injusticia unánime.
[1] Imaginemos una
pesadilla orwelliana, de una sociedad en la cual las personas puedan escoger
solo las formas de expresión, pero el poder público tenga la atribución de
fijarles unilateralmente el sentido para imponerles sanciones. Esa sociedad no
garantizaría la libertad de expresión.