viernes, 21 de septiembre de 2018

Carlos Horacio Urán. Rojas y la manipulación del poder. Carlos Valencia Editores. Bogotá, 1983.





Historia de un rescate

Mientras trabajé en la Corte Constitucional, desarrollé una afición por la historia constitucional colombiana. Por desgracia, los libros viejos no son los más vendidos, y muchos solo se consiguen en librerías de segunda. Desde hace varios años frecuento entonces las librerías de viejo del centro de Bogotá en busca de joyas, y allí fue donde un día encontré por azar este libro: “Carlos H. Urán”, decía, y estaba en casi perfecto estado. Naturalmente, yo sabía quién era Urán. Cada 6 y 7 de noviembre, en el Palacio de Justicia hay alguna forma de conmemoración de la tragedia del 85. Y por haber trabajado tanto tiempo en el Palacio, esos hechos han formado parte de mis pensamientos recurrentes. Tenía claro, pues, quién era Carlos Horacio Urán, pero no sabía que hubiese escrito un libro. Y si lo había hecho, ni sospechaba que fuera de historia o teoría política. Lo compré, como hacemos los gomosos de los libros, para el futuro. Pero en algún momento quise liberarme de objetos acumulados, y este libro pasó por mis manos. “¿Me deshago de él?”, pensé. Y lo incluí en una caja para regalar. Por suerte, algo me hizo sacarlo de la caja y lo rescaté para mi. Acabo de leerlo y siento que es importante hacer una reseña para intentar rescatarlo de nuevo, esta vez del olvido del público.

El libro viejo del joven Urán

Ahora me parece absurdo, pero es un hecho que varias de las personas con quienes he hablado acerca de él desconocían la existencia de este libro. ¿Cómo es posible, pienso en estos momentos, que no sea mejor conocido? Personas cultas, juristas que expresan un interés por la historia política y constitucional del país, o que se han sentido conmovidas por los hechos del Palacio de Justicia, ven el libro o me oyen hablar de él y me preguntan: “¿Este es el mismo Carlos Horacio Urán del Palacio de Justicia?”. Y luego lo ojean con interés. Por desgracia para ellos, por ser un libro ajeno, no alcanzan a observar los detalles que yo disfruté. Ahora los comparto con ustedes.

El libro se terminó de editar en 1983, cuando Urán tenía 41 años de edad. Pero él dice en alguna parte que ya estaba terminado un año antes, o sea en 1982, y que de hecho su esquema estaba listo desde 1978, cuando estudiaba en Paris. En otras palabras, la base de este estudio admirable la concluyó Carlos Horacio, quien nació en 1942, cuando tenía apenas 36 años. Los mismos que yo tengo ahora, cuando sería incapaz de escribir algo así. Urán era entonces abogado, y más o menos por esa época su destreza jurídica era al parecer sobresaliente, pues consiguió hacer una pasantía en el Consejo de Estado francés, que le sirvió para destacarse en el medio nacional y obtener un cargo en el Consejo de Estado colombiano. Pero además de abogado, este libro demuestra que trabajaba con habilidad en ciencias sociales, lo cual es poco usual para los juristas.

Entre las cosas admirables que deja una primera ojeada del libro es que en una época como en la cual le tocó vivir, con muchas menos facilidades que ahora, la bibliografía usada por Urán está en español, francés e inglés, y se conforma por diferentes clases de fuentes que a su vez versan sobre diversos campos del saber. La exposición histórica es a la vez sintética y viva, y está sustentada en publicaciones periódicas privadas y oficiales de la época de los hechos, así como en monografías, biografías y libros historiográficos de diverso tipo. Pero el libro no es solo un relato del Gobierno de Rojas, desde su ascenso hasta su caída, sino eso esencialmente aunque en un marco narrativo y teórico más vasto y profundo. Para ofrecer una teoría sobre esos hechos, Urán se apoya no solo en datos, documentos y trabajos sobre la situación política de aquel tiempo, sino también, por ejemplo, en análisis sobre la coyuntura económica y la lucha sindical de la época, en trabajos sobre historia militar, policial y clerical de Colombia, en documentos sobre las relaciones exteriores del país con sus pares en la región y con otros estados del globo.

La sola narración que hace Urán de la antesala del golpe, de cómo este se produjo, y de cuál fue su desenlace, es interesante y seria. Con una síntesis que en estos tiempos resultaría inusual, escribe los hechos más significativos, esencialmente a partir de la Revista Javeriana de la época en que ocurrieron. Para esos efectos revisa sus números, yo diría que integral y meticulosamente, desde por lo menos 1948 hasta 1958. En esa fuente encuentra una amplia riqueza documental que nutre buena parte de los relatos del libro con noticias, discursos, declaraciones y pormenores de la vida política del país en aquel tiempo. Pero el autor también toma la información, en ocasiones, directamente de El Siglo, El Espectador, El Tiempo, El Colombiano, y de manera esporádica de diarios provinciales y fuentes públicas como el Diario oficial.

Aunque, desde luego, el interés de Urán me parece que no era tanto hacer la historia del régimen de Rojas, como proponer una teoría. ¿Cuál? La voy a decir en mis propias  y quizá imperfectas palabras: el gobierno de Rojas fue una “dictadura”, entre comillas, con varios apellidos o adjetivos. “Dictadura” entre comillas porque fue más bien usurpación política; es decir, apropiación del poder por fuera de las reglas de transmisión de mando, sin constituir un nuevo régimen político, ni alterar el sistema de legalidad y legitimidad, lo cual no significa que hubiese carecido de margen para la manipulación de las instituciones. Los apellidos (adjetivos) de esa dictadura, pienso yo, son todos bastante extraños, pues parecen discordantes con el sustantivo: dictadura en cierto sentido involuntaria, ya que no procede de una determinación inequívoca del estamento militar; dictadura con una vocación provisional o transicional; fruto además de un golpe de opinión (no de toma violenta o sangrienta del poder republicano), ejercida bajo tutela civil (con Ospina Pérez como el supremo tutor), terminada por el poder civil al que seguía subordinado en el fondo el militar, dictadura militar en que el poder militar era fungible, que intentó crear un sistema de legitimación propio de una democracia, y que en algún punto buscó desechar el bipartidismo pero terminó por reciclarlo.

Al concluir Rojas y la Manipulación del Poder, recordé una frase atribuida a Kierkegaard: la vida solo puede vivirse hacia delante, pero solo puede ser comprendida hacia atrás. Algo similar se puede decir de esta historia narrada y teorizada por Urán. Cuando se observa el periodo comprendido por este libro desde adelante hacia atrás, y con los lentes de Urán, el lector queda con la impresión de que el poder civil acaso entregó voluntaria y temporalmente la conducción del poder público en las Fuerzas Militares, como parte de una estrategia audaz de más largo plazo para asegurar su auto-conservación. No es entonces la historia típica de una dictadura que irrumpe violentamente en el régimen democrático para dominar militarmente el orden civil. Parece más bien una maniobra en la cual altos dirigentes civiles ceden casi que solo formalmente el control del poder público a la Fuerza Armada en una situación de profunda crisis política, pero mantienen el control remoto (no absoluto, eso sí) de las condiciones que hacen posible el gobierno. Logran esto gracias a que el poder militar había tenido una relación tradicional de subordinación al civil, pero también a causa de un manejo inteligente de las relaciones públicas, de estrategias de manipulación y propaganda políticas, de alianzas partidistas y gremiales muy íntimas y solidarias, de realineamientos tácticos, y de conocimiento de la tradición legalista y militar colombiana.

El maestro Carlos Horacio Urán

Es posible, por supuesto, que entre la edición de este libro y el día de hoy existan revisiones de sus hallazgos y conclusiones. No soy experto en ese periodo pero, por ejemplo, gracias al libro de Cajas hoy sabemos que la narración de Urán hace una referencia epidérmica a la relación entre Rojas y la Corte Suprema de Justicia, y al casi pasar por alto Urán minusvalora una de las tensiones políticas más fascinantes y reveladoras de la época. A lo mejor la revisión de esa otra dimensión de la historia habría llevado al profesor Urán a introducir ajustes a sus análisis y conclusiones. Es indudable que este valioso libro tiene entonces límites. Pero incluso con ellos, el texto de Carlos Horacio ofrece valiosos referentes para los interesados en el derecho constitucional.

Nunca he tenido muy claro qué quiso decir exactamente Oliver Wendell Holmes Jr., cuando aseguró que la vida del derecho no ha sido lógica, sino experiencia. Creo, sin embargo, que si tiene sentido afirmar que la vida del derecho constitucional ha sido ante todo experiencia, eso se debe a que su evolución no es tanto fruto de desarrollos dogmáticos puramente lógicos, sino de luchas frente al abuso y la desprotección. Y el libro de Urán deja también lecciones de derecho constitucional entendido como experiencia (como respuesta a la experiencia, mejor), al enseñarnos una etapa de profundas rupturas institucionales, para remediar las cuales fue necesario apelar a la reforma constitucional. El libro de Urán es casi un tratado de teratología constitucional: trata de actos como el cierre del Congreso, la censura de prensa, el abuso de la fuerza coactiva del Estado, la manipulación y deformación grotesca del poder constituyente, la función del sabotaje civil al poder público, y la ‘reconstitución extra-constitucional’ del orden político (esa especie de oxímoron institucional colombiano que fue el plebiscito inconstitucional de 1957).

Termino el libro y la reseña con la sensación amarga de que se perdió tempranamente para el país una mente brillante y escasa. Juristas como él, capaces de combinar la destreza jurídica con el dominio de otras disciplinas, son pocos y han escrito capítulos fascinantes de la jurisprudencia que nos llena de orgullo. Urán nos quedó debiendo varios de esos pasajes. Es una lástima que su talento haya quedado truncado y que, además, hoy sepamos tan poco de su obra intelectual (hablo sobre todo de mi caso personal). Me hace recordar un poema de Milosz. Cuando un hombre muere, dice el poeta, es como si cayera una poderosa nación:

“[…]
Su tierra que una vez proveyó de cosechas está saturada de cardos
Su misión olvidada, su lengua perdida,
El dialecto de un pueblo puesto sobre inaccesibles montañas”.

Que en paz descanse. 

(Aquí pueden ver la interesante biografía de Carlos Horacio Urán).


jueves, 18 de enero de 2018

¿El poder de la paz o la paz del poder? Un balance del primer ciclo de control de la paz en la Corte


  
Dos hechos hicieron especial la actividad de la Corte Constitucional en el 2017. Uno, el cambio de la mayoría de magistrados: cinco de sus nueve integrantes terminaron periodo y fueron remplazados.[1] Dos, el comienzo de la etapa de control sobre la implementación del acuerdo final con las FARC.[2] Es entonces importante hacer balances anuales sobre el funcionamiento de la Corte, pero más del año que acabó, por dos razones. Primera, porque estamos ante una Corte nueva y con mucho tiempo por delante, y un balance oportuno facilita prever lo que vendrá. Segunda, porque esta Corte ha decidido la suerte de solo parte de la implementación, y aún quedan por controlar actos importantes como la ley de amnistía, el proyecto de ley sobre la JEP, y el decreto sobre la Comisión de la verdad. Un balance sobre el control de la paz en el periodo que pasó facilita un diálogo sobre las tareas relacionadas que depara el futuro inmediato. Es entonces pertinente preguntar ¿qué balance podemos hacer del control de la implementación del acuerdo final en el 2017?

Mi balance es tentativo y tiene dos partes. La primera muestra que en 2017 la Corte dejó dos grandes tendencias decisorias: una creciente relajación en el control de los decretos dictados por el Presidente de la República para desarrollar el acuerdo final, y una predominante (no absoluta) severidad con el Congreso en el ejercicio del poder de reforma constitucional. La segunda parte - casi una pregunta sin respuestas fáciles – sugiere que en 2017 la Corte insinuó un proceso de cambio en la teoría constitucional que había informado la jurisprudencia hasta 2016. A continuación expondré el balance, primero, del control de los decretos ley, y luego del de las leyes y los actos legislativos sobre la paz. Al final entonces esbozaré la hipótesis-pregunta, sobre si asistimos a un cambio de teoría constitucional en la Corte.

I. El balance: dos tendencias (des)encontradas

a. Primera tendencia: la creciente relajación del control de los decretos ley

El control de los decretos ley dictados en el fast track tendió, con el tiempo, a relajarse (a debilitarse). En la sentencia C-699 de 2016, que fijó los criterios para activar el fast track tras la victoria del NO en el Plebiscito, la Corte admitió las facultades extraordinarias concedidas al Presidente para asegurar la implementación del acuerdo. Pero no pasó por alto los riesgo de exceso en el ejercicio de estas facultades, y por ello declaró constitucional la habilitación extraordinaria con la condición de que los decretos expedidos en virtud suya respetaran –entre otros requisitos - una serie de condiciones estrictas de competencia (como la reserva “estricta” de legalidad, la conexidad “estricta”, y la necesidad “estricta” –este lenguaje es de la Corte). Entre esas condiciones, la que despertó más controversias y es la clave de interpretación de la actividad de la Corte en 2017 fue la “estricta necesidad”.

Según la sentencia C-699 de 2016, en virtud del principio de estricta necesidad el Presidente podría ejercer las facultades “solo en circunstancias extraordinarias, cuando resulte estrictamente necesario apelar a ellas en lugar de someter el asunto al procedimiento legislativo correspondiente”, “lo cual supone que sea necesario usarlas en vez de acudir al trámite legislativo ante el Congreso”. Como se observa, era un requisito muy exigente, sin precedentes  -creo yo – en el control de los decretos ley (adelante explicaré su razón de ser). Al comienzo de 2017, la Corte controló celosamente esta condición, y fue fatal para muchos decretos, mas no para las facultades pues no la anuló. Sin embargo, con el tiempo, la fuerza de este principio decreció hasta ser prácticamente inocuo al final de 2017.

En efecto, en la sentencia C-160 de 2017, la Corte controló por primera vez un decreto ley dictado en ejercicio de estas facultades y lo tumbó, en parte, por falta de estricta necesidad. El decreto cambiaba la adscripción de la Agencia de Renovación del Territorio: de estar en el Ministerio de Agricultura pasaba al Departamento Administrativo de la Presidencia. Según la Corte, no era claro por qué resultaba “urgente e imperioso” usar las facultades extraordinarias para re-adscribir esa Agencia, y no era posible usar el trámite parlamentario para el mismo efecto. Esta decisión dejaba entonces la impresión de que la Corte iba a hacer un control estricto de la necesidad de las facultades. Esa impresión, me parece, se mantuvo tras los siguientes dos fallos de revisión de decretos ley, pese a que no los tumbaron –ni siquiera parcialmente- por problemas de necesidad. En las sentencias C-174 y 224 de 2017, la Corte revisó respectivamente un decreto que regulaba el trámite de control constitucional de los actos fast track, y otro que creaba una comisión de garantías de seguridad para líderes sociales. Si bien la Corte declaró inexequibles ciertos apartados de esos decretos, la razón no fue la estricta necesidad. La urgencia de estos decretos era difícilmente discutible, pues se necesitaba un procedimiento especial desde el día cero para controlar los actos fast track, y los atentados contra líderes sociales han requerido respuesta desde hace dos años. Por eso, pese a no encontrar problemas de necesidad estricta en estos decretos, la Corte mantenía vigente la rigidez del principio aunque aclaraba que el mismo no anulaba las facultades.

Luego, esta impresión de un control muy juicioso y estricto se ratificó en el control de los dos decretos siguientes. En las sentencias C-253 y C-289 de 2017 la Corte declaró inexequibles, respectivamente, parte de un decreto y la totalidad de otro, tras comprobar que no respetaban el requisito de necesidad estricta. En la sentencia C-253 de 2017, la Corte tumbó parcialmente un decreto, cuya parte declarada inexequible preveía que los excedentes y rendimientos financieros de cada ente territorial que estuvieran en el Fonpet y sobraran una vez cubierto su pasivo pensional, debían ser girados al Fondo Nacional de Regalías para cubrir el valor total de las obligaciones que tuvieran dichos entes con el Fondo Nacional de Regalías. Era tal vez urgente conseguir recursos para implementar del acuerdo, pero no era claro que fuera urgente obtenerlos por esta vía, y por eso la Corte declaró inexequible en lo pertinente el decreto, pues no era estrictamente necesario el ejercicio de las facultades. Tras esto vino la que, en mi concepto, fue una de las decisiones más interesantes, en la sentencia C-289 de 2017 (comunicado de prensa), pues tumbó también todo un decreto que contemplaba un régimen expedito de contratación para la erradicación de cultivos ilícitos, sobre la base de que no era estrictamente necesario, en tanto había ya en la ley de contratación opciones homólogas, y no se demostró que fueran inadecuadas o insuficientes. Estábamos, pues, en presencia de un celoso escrutinio del principio de necesidad estricta. ¿Continuaría la Corte esta tendencia activa?

Desde enero de 2017 hasta mayo, cuando se expidió la sentencia C-289 de 2017, de 5 decretos controlados 2 fueron declarados totalmente inexequibles, 1 inexequible parcial pero sustantivamente, y 2 exequibles con inexequibilidades tangenciales. El detonante de la inexequibilidad en los tres primeros casos fue esencialmente la estricta necesidad. Luego de expedirse la sentencia C-289 de mayo de 2017, sin embargo, la Corte revisó 20 decretos ley, y no tumbó ninguno por falta de necesidad estricta. Es más, 13 de ellos fueron declarados totalmente exequibles; solo 1 fue declarado inexequible en su totalidad (C-331 de 2017); solo 3 fueron declarados inexequibles parcial y tangencialmente (C-527, 569 y 570 de 2017), y los 3 restantes tuvieron únicamente condicionamientos –en general no trascendentales - (C-535, 570 y 644 de 2017). Lo cual sugiere que en 2017 el control constitucional se fue haciendo cada vez menos estricto con el poder legislativo extraordinario del Presidente. Podría objetarse que esa tendencia no es tan marcada según estos datos, pues desde mayo se advierte que la Corte en al menos 7 de 20 casos tomó decisiones de inexequibilidad o exequibilidad condicionada. Pero el punto es que esterilizó el principio de estricta necesidad, con el vigor del cual el control habría sido realmente intenso. Cabe preguntar ¿a qué se debe, pues, la decreciente intensidad del control?

Sin duda, un factor que explica este decaimiento en el vigor del control es que la Presidencia de la República aprendió de la experiencia. Tras las primeras decisiones tumbando decretos por falta de estricta necesidad en el ejercicio de las facultades extraordinarias, quizás la Presidencia dejó de expedir decretos no ajustados a la Constitución, definitivamente reforzó la defensa de los ya expedidos, y sofisticó las motivaciones de los decretos por venir. Así, en la gran mayoría de decretos ley controlados desde mayo, las motivaciones explícitas de cada decreto intentan demostrar la reserva estricta de ley, la estricta conexidad y la estricta necesidad de las facultades. Es entonces claro que la factura de los decretos y su defensa ante la Corte contribuyó a forjar esa evolución. ¿Pero es esta la única explicación de esta evolución?

No lo creo. Desde junio de 2017 cambió la conformación de la Corte. En la primera sentencia sobre estos decretos (C-160 de 2017), los magistrados Alejandro Linares, Antonio Lizarazo y Alberto Rojas, discreparon de la mayoría en la aplicación de la estricta necesidad. Hasta mayo, sin embargo, eran minoría. A partir de entonces empezó a reconfigurarse la Corte. Llegaron paulatinamente los magistrados Carlos Bernal y Cristina Pardo, Diana Fajardo y José Fernando Reyes, y al menos los tres últimos se unieron a Linares, Lizarazo y Rojas en su crítica a la estricta necesidad. Conformaron entonces una mayoría fuerte que respalda una visión crítica de la estricta necesidad. Este grupo de magistrados empezó a criticar la estricta necesidad, en salvamentos y aclaraciones de voto, por ser una figura de creación jurisprudencial, por estrangular el poder legislativo extraordinario, por no tener en cuenta que en la implementación todo es urgente, y porque no se ha hecho una interpretación razonable de sus alcances. Si bien esta mayoría no ha cambiado expresamente –que yo sepa – la jurisprudencia sobre la estricta necesidad, sí parece haberla neutralizado. Y ya sin una aplicación celosa de este principio, el control se ha relajado lo suficiente como para dejar pasar buena parte de los decretos. La evolución es entonces, también, causada por el hecho del cambio en la conformación de la Corte.

Se me podría objetar que si la Corte no encontró en los decretos una violación de la estricta necesidad, no fue por un cambio ni explícito ni subrepticio de jurisprudencia, sino porque en realidad las facultades eran estrictamente necesarias y los decretos se ajustaban por tanto a la Constitución. No dudo de que en varios casos los decretos habrían sobrevivido incluso a la jurisprudencia más severa sobre necesidad estricta. Pero no estoy convencido de que así haya ocurrido con todos. No voy a hacer un examen de todos los decretos examinados, pues sé que hay casos claros en que la estricta necesidad se respetó, y hay otros muy discutibles. Sin embargo, también hay fallos en los que la Corte hizo un control híper débil de estricta necesidad, como en las sentencias C-565 y C-570 de 2017. La primera revisó el Decreto ley 884 de 2017, que regulaba la elaboración y adopción de un plan nacional de electrificación rural, y la segunda revisó el Decreto ley 890 de 2017, que regulaba también la elaboración y ejecución de un plan nacional, aunque de construcción y mejoramiento de vivienda social rural. En ambas decisiones la Corte decidió que los decretos respetaban el principio de estricta necesidad, pero con argumentos que no son convincentes.

En efecto, estos decretos crearon medidas llamadas a aplicarse en el futuro inmediato y en el largo plazo (en dos, cuatro o más años). El primero le asigna al Ministerio de Minas y Energía la facultad de elaborar y adoptar el plan de electrificación “cada dos años”. ¿Por qué era urgente darle al Ministerio, de una vez, una competencia para expedir un Plan de Electrificación en 2019 y 2021? Supuesto que fuera necesario contar con un plan ya, ¿no podía dársele una competencia transitoria para expedir un solo plan inmediatamente, y por un tiempo limitado, mientras se sometía al Congreso la iniciativa para atribuirle la competencia permanente para hacerlo? El segundo de los decretos mencionados le confiere al Ministerio de Agricultura la facultad de formular el Plan Nacional de Construcción y Mejoramiento de vivienda social rural, supuestamente para desarrollar el punto 1.3.2.3 del Acuerdo, que tiene un plazo máximo de realización de 15 años (punto 1.3). ¿Era estrictamente necesario facultar ya al Ministerio para hacer un plan definitivo a 15 años? ¿Por qué no podía empezarse con un plan contingente para temas de corto plazo (a un año), mientras se sometían los de más largo plazo al estudio del Congreso? La Corte dice que ese plan –según el Acuerdo - debía ejecutarse dentro de los próximos 5 años. Pero eso no es lo que dice el Acuerdo: lo que dice es que “el plan marco debe garantizar los máximos esfuerzos de cumplimiento de los Planes Nacionales en los próximos 5 años”, lo cual es distinto.

Lo que quiero mostrar es entonces que la Corte ha ido debilitando el control al Presidente gracias a diferentes factores, y entre ellos a la neutralización del principio de estricta necesidad. ¿Había razones para relajar este principio? Quizás sí. Al comienzo pensé que la Corte podía incluso desmontarlo, pero ahora no estoy seguro de que haya razones suficientes para neutralizarlo hasta el punto en que se ha hecho. En realidad, parte importante de la justificación del principio de estricta necesidad lo dio la Corte, en mi opinión, en la sentencia C-174 de 2017, y esa justificación decayó a mediados del año pasado. En efecto, la delegación legislativa se ha justificado, en derecho comparado y la tradición constitucional colombiana, en la necesidad de una legislación expedita y tecnificada.[3] El trámite parlamentario tiene virtudes democráticas pero también limitaciones, por ejemplo, para lograr una legislación célere y técnica, pues los procedimientos de deliberación y decisión hacen que el trámite a menudo sea lento, y la pluralidad del Congreso puede menguar el rigor técnico de la ley. En el trámite parlamentario fast track, sin embargo, estas dos limitaciones desaparecían parcialmente. El Acto Legislativo 1 de 2016 agilizaba el procedimiento de expedición de actos en el Congreso, al exigir solo tres y cuatro debates según el caso, trámite preferencial, prelación en el orden del día y votación en bloque; y además garantizaba la técnica (conformidad con el acuerdo) gracias a la iniciativa gubernamental exclusiva y al control de modificaciones por aval, lo cual le daba al Gobierno dominio sobre el texto de las iniciativas y las proposiciones (mas no sobre su aprobación).

Pues bien, la sentencia C-332 de 2017 –como mostraré- declaró inexequibles algunos elementos del fast track, y liberó la presentación de proposiciones del necesario aval del Gobierno, con lo cual medio destecnificó el fast track; y eliminó la exigencia de votación en bloque, con lo cual lo ralentizó. Por tanto, parte de los fundamentos del principio de estricta necesidad se desvanecieron con esa decisión. Y esto justificaba relajar la estricta necesidad (quizás, por ejemplo, al punto de invertir la carga de la prueba). Pero es difícil sostener que esa sola decisión justifique desaparecer la estricta necesidad, pues el fast track siguió siendo más célere que el proceso legislativo ordinario, y la técnica de los actos parlamentarios puede garantizarse en parte con el control constitucional (gracias a la conexidad). Además, la estricta necesidad se justifica en la implementación por la importancia de atenuar el presidencialismo del proceso de paz,[4] y de proteger la democracia deliberativa en el Congreso. El Presidente tuvo un papel dominante durante el proceso de paz, y si bien la sentencia C-332 de 2017 medio destecnificó y ralentizó el fast track, lo hizo solo para la mitad de su vigencia, y el Presidente tuvo entonces, durante cerca de seis meses, poderes significativos de coordinación con el Congreso para implementar el acuerdo. A eso debemos sumarle que expidió 35 decretos ley especiales dentro de fronteras amplias. ¿No será importante limitar este presidencialismo? Estamos ante un escenario de paz, pero ¿no será necesario temer que esto pueda invocarse como precedente para otro escenario de “paz” (así, entre comillas)? Por eso creo que la estricta necesidad de las facultades no debería desaparecer, ni su fuerza desvanecerse como hasta ahora.

En definitiva, el énfasis quisiera ponerlo en que la jurisprudencia ha dejado una estela de creciente relajación en el control del poder legislativo extraordinario del Presidente en la implementación del proceso de paz. Esa tendencia por sí misma merece un debate, pero esa necesidad es mayor si tenemos en cuenta que la Corte se ha mostrado más severa con el Congreso, como paso a exponerlo enseguida.

b. Segunda tendencia: control severo al poder de reforma constitucional

En contraste con la primera, la segunda tendencia fue de predominante (no absoluta) severidad en el control de las reformas constitucionales expedidas por el Congreso. En 2017 la Corte revisó cuatro actos de implementación dictados por el Congreso: una ley y tres actos legislativos. Los fallos de control de la ley y de un acto legislativo (AL 2 de 2017) no merecen comentarios especiales. En ellos la Corte no obró en mi opinión con indebida severidad hacia el Congreso, y su orientación no contrasta con la primera tendencia. La Ley 1830 de 2016 simplemente adicionaba un artículo transitorio a la Ley 5 de 1992, para en esencia reconocer tres voceros de las FARC en cada Cámara del Congreso, y darles la facultad de participar –sin voto – en los trámites de aprobación de los actos de implementación del acuerdo. La Corte no encontró vicios de inconstitucionalidad, y en mi concepto no los había, y declaró exequible la Ley (C-408 de 2017). El acto legislativo 2 de 2017, por su parte, definía el status y alcance jurídico de ciertas partes del acuerdo final, en términos poco pretenciosos, como un parámetro de interpretación y referente de validez de los actos de implementación, que deben respetarse de buena fe. La Corte declaró exequible la reforma, e interpretó el alcance de sus términos de un modo razonable (C-630 de 2017, sobre la cual hasta ahora solo hay un comunicado de prensa). Pero hubo otros dos fallos en este periodo, las sentencias C-332 y 674 de 2017, en los cuales la Corte hizo un control estricto muy severo del poder de reforma constitucional del Congreso, el cual marca un notorio contraste –sorprendente- con la primera tendencia.

La decisión de la sentencia C-332 de 2017, como dije, medio destecnificó y ralentizó el fast track. La comenté en este mismo blog cuando apenas había un comunicado de prensa, pero ahora hay sentencia. Reconozco que el texto de la sentencia es, por supuesto, más persuasivo que el comunicado, y muestra que yo estaba equivocado en algunos de mis puntos, aunque no en mi argumento central: esa decisión extremó el test de sustitución de un modo inapropiado. No volveré sobre ella en detalle, pero voy a sintetizar su punto central y su principal problema. Según indiqué, el fast track permitía aprobar leyes y actos legislativos en un procedimiento abreviado, en el cual el Ejecutivo tenía iniciativa exclusiva y el poder de avalar o no los cambios a la misma, y las votaciones debían hacerse en bloque y no artículo por artículo. La Corte señaló que esto sustituía los principios de separación de poderes y autonomía del Congreso, en tanto “desvirtúa[ l]as competencias de deliberación y de eficacia del voto de los congresistas”, ya que radicaba más poder en el Ejecutivo del que ordinariamente tenía en el procedimiento legislativo y de reforma constitucional, y en cambio reducía el poder que regularmente ejercía el Congreso en esos dominios, y por tanto desbalanceaba la relación entre las ramas del poder. Con un procedimiento fast track con esas características, según la Corte, la Constitución de 1991 era ya irreconocible.

El problema central de esa decisión está en sostener que la Constitución de 1991 es irreconocible a causa de una reforma transitoria, que esencialmente incorpora procedimientos legislativos fast track que ya estaban en la Constitución original de 1991 (¡). En este blog mostré, en una entrada de mayo de 2017, que hay una serie muy amplia de materias donde hay iniciativa privativa del Gobierno, y en la cual los cambios esenciales requieren aval gubernamental (la sentencia de la Corte muestra que no son tantos como yo creía, pero que son muchos de todas formas). En todos esos casos, el Congreso puede comprometerse a votar los artículos en bloque, y no uno por uno. O sea, ya la Constitución permite que el Congreso por acuerdo vote en bloque los articulados sobre materias que tienen iniciativa exclusiva del Gobierno y exigencia de aval para modificaciones. Pues bien, eso mismo hizo el Congreso, aunque de antemano, en el Acto Legislativo 1 de 2016, al crear el fast track: dijo que la iniciativa para la implementación del acuerdo durante un año estaría en cabeza del Gobierno, que los cambios a las iniciativas debían contar con su aval, y que los proyectos se votarían en bloque. Fue el Congreso, quiero insistir, quien libre y autónomamente se precomprometió a ello, con miras a acelerar la implementación.

Pero no es solo que el Congreso pueda ponerse de acuerdo para votar en bloque las iniciativas reservadas al Gobierno. Es que la Constitución misma de 1991 le impone al Congreso la carga de votar en bloque las leyes aprobatorias de tratados que no tienen reserva, en las cuales la iniciativa privativa es también del Presidente de la República como jefe de Estado. En ese caso, los congresistas no pueden introducir cambios al texto del tratado, razón por la cual los proyectos de ley regularmente se votan en bloque. Si esto ya está en el ordenamiento constitucional, ¿cómo puede decirse que la Constitución es irreconocible por incorporar un procedimiento similar? Dice la Corte que no es similar, porque en el procedimiento parlamentario de aprobación de tratados que no admiten reservas es posible proponer, votar y aprobar una moción de aplazamiento, que posponga la votación para discutir y negociar los puntos inconvenientes del tratado. ¿Y no era posible producir un efecto semejante a la moción de aplazamiento en el fast track? ¿No era posible hacerlo, por ejemplo, con una votación negativa de la mayoría del Congreso al bloque de artículos? Si no lo era, ¿no era posible que la Corte preservara el fast track reconociendo la moción de aplazamiento con una interpretación condicionante de la reforma? La Corte ha hecho condicionamientos mucho más duros, e incluso ha rediseñado una reforma constitucional (C-285 de 2016). Entonces, claro que sí podía introducir la moción de aplazamiento, si la creía tan esencial para respetar la identidad de la Constitución.

La Corte, al final, hace una serie de distinciones entre lo que ya traía la Constitución original en 1991 para cuando había iniciativa privativa, aval y votación en bloque, y lo que implicaba el fast track. Esas distinciones buscan probar un punto más grande: que mientras en la Constitución original de 1991 los casos de iniciativa gubernamental privativa, aval y votación en bloque eran la excepción, con el fast track en realidad estos rasgos se convierten en la regla. Pero, para empezar, las distinciones que demuestran ese punto más grande no son sólidas. Por ejemplo, indica la Corte que los asuntos sobre los que hay reserva de la iniciativa gubernamental son precisos y circunscritos, mientras el fast track aplica a un amplio dominio de materias. Eso no es verdad, pues por ejemplo los tratados –que tienen reserva de iniciativa- abarcan un dominio impreciso de asuntos, mientras el fast track solo aplicaba a las materias del acuerdo. Y como esa hay otras diferencias, insignificantes a mi juicio, que no logran probar una distinción relevante entre el fast track y la Constitución original. Pero la Corte tampoco demostró el punto más grande: no es cierto que con el fast track lo excepcional se convierta en la regla, pues el fast track duró solo un año, y por razones de tiempo no era posible implementar todo el acuerdo, sino solo una modesta parte .

En cambio, lo que sí prueba la decisión de la Corte es una preocupante tendencia expansionista de la teoría de la sustitución para reducir el margen de configuración del Congreso en la expedición de actos reformatorios de la Constitución.

Pero pasemos ahora a la sentencia C-674 de 2017 (comunicado de prensa), que revisó la constitucionalidad del Acto Legislativo 1 de 2017, sobre la JEP (Jurisdicción Especial para la Paz). También esta decisión –como la anterior- refuerza la tendencia expansiva de la teoría de la sustitución, hacia el incremento severo en la intensidad del control de las reformas dictadas por el Congreso. La Corte tomó distintas decisiones en este fallo, pero todas las resoluciones de inexequibilidad se fundaron en un presunto desbordamiento de los límites de competencia del Congreso para modificar la Constitución. ¿Qué significa que se desbordaron esos límites? Cuando la Corte declara que una reforma sustituye la Constitución, dice que ya no estamos en presencia de la Constitución de 1991 sino de otra distinta. Si bien el Congreso puede enmendar la Carta de 1991, no puede sin embargo dictar otra Constitución, pues la de decretar una nueva Constitución (Constituir un nuevo orden político) es función del constituyente (una Asamblea Constituyente) y no de un poder constitutido, de reforma o revisión, como el Congreso. En consecuencia, cuando la Corte decidió que un grupo amplio de apartes del Acto Legislativo 1 de 2017 eran inexequibles, la implicación es que con cada una se había creado una nueva y radicalmente diferente e irreconocible Constitución, que no era ya la de 1991. Es importante recalcar que este era el efecto, para percibir el nivel de intensidad en las decisiones que tomó la Corte en la sentencia.

a) Víctimas. El principal reto de la Corte en este caso era armonizar la reforma con los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia, la reparación, y la no repetición. Había esencialmente tres problemas relevantes de sustitución, relacionados con los derechos de las víctimas. (i) El Acto Legislativo regulaba la responsabilidad de los superiores, por las atrocidades de sus subordinados, de un modo que prácticamente anulaba la responsabilidad de los primeros en diversas hipótesis. La Corte encontró que esto no sustitutía la Constitución.[5] (ii) El Acto Legislativo permite a los ex combatientes participar en política, y ser electos a cargos de elección popular, antes, durante, y después de sus condenas en la JEP, incluso si tienen condenas ejecutoriadas de la justicia ordinaria por crímenes internacionales. La Corte esencialmente convalidó esta regulación, pues al parecer no encontró en ella ningún problema, aunque dispuso que cuando la participación se daba durante la fase de ejecución de las sanciones, la propia JEP debía garantizar que la participación política no fuera incompatible con el cumplimiento del castigo. (iii) Finalmente, la Corte debía decidir si el incumplimiento de los deberes de contribuir con la justicia, la verdad, la reparación y la no repetición, por parte de los postulantes a la JEP, acarreaba la pérdida de beneficios, y la Corte señaló que sí, aunque por ahora no es claro (pues no hay sentencia) si es la pérdida de todos los beneficios o solo de algunos.

b) Fueros. La Corte señaló que no es posible cambiar ex post facto los fueros de los altos funcionarios del Estado. Por ser un comunicado, las razones aún no las conocemos. Pero del comunicado se infiere que la Corte, en primer lugar, cuidó con mucho celo el fuero del Presidente de la República, al señalar que si la JEP tiene información sobre hechos punibles atribuibles a quienes hayan ejercido esa investidura, debe remitirla inmediatamente a la autoridad competente para investigarlos, que es el Congreso. En consecuencia, dijo que sustituye la Constitución, y hay una Constitución distinta, si la JEP conserva esa información por un tiempo, para verificar si hay mérito para compulsar copias, o para hacer averiguaciones ulteriores que sean relevantes para otras investigaciones bajo su competencia. En segundo lugar, señaló que no puede cambiarse ex post facto el fuero de los altos servidores públicos, como magistrados de altas cortes, fiscal general, contralor general, procurador general, defensor del pueblo, ministro, entre otros, ni siquiera para los más graves crímenes internacionales, tales como genocidio, crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra, o graves violaciones a los derechos humanos como la tortura, o la desaparición forzada, entre otros. En últimas, lo que sostiene la Corte es que los fueros, que son una excepción al principio de igualdad ante la ley, son parte esencial de la Constitución, y si se introduce una excepción (ex post facto) a su alcance para configurar la justicia de un modo más igualitario, ya la Constitución, que tiene una vocación igualitaria, sería irreconocible. Eso, en realidad, suena muy extraño.

c) Procurador. La Corte decidió que el Procurador no puede simplemente ser invitado a participar en los procesos que adelanta la JEP, sino que debe respetarse la configuración que ya trae Constitución para la participación del Ministerio Público en los procesos. Esta debía entonces ser “discrecional, y atendiendo a los fines [e]n función de los cuales se prevén estas funciones relacionadas con la defensa de las víctimas y del orden jurídico”. Aquí la Corte en primer lugar exagera al decir que la participación del Procurador en los procesos de responsabilidad es un elemento esencial de la Carta. ¿Por qué esto es esencial? ¿Qué principios fundamentales se anulan o sustituyen si, en este contexto en específico, el rol de la Procuraduría cambia? Parece que la Corte se preguntara: ¿y sin la Procuraduría quién va a cuidar los derechos de las víctimas y de los procesados? Para eso está el juez, como en todos los ordenamientos constitucionales donde no existe la Procuraduría. Pero, además, en segundo lugar, de hecho la Corte parece plantear en esta decisión que la intervención de la Procuraduría en los procesos de responsabilidad es una cláusula pétrea o irreformable, pues solo es posible tal como quedó en 1991, pese a que la jurisprudencia había dicho de manera consistente que la Constitución de 1991 no tiene cláusulas pétreas o de intangibilidad.

d) Tutela y Corte Constitucional.  La tutela es un instrumento fundamental de la Constitución, y su configuración es un elemento de su identidad. Pero una cosa es la tutela, y otra la forma como la Corte la revisa. Sin embargo, en la sentencia C-674 de 2017, la Corte declaró inexequible la norma que preveía que las tutelas contra la JEP solo debían ser revisadas por la Corte si dos de sus magistrados y dos magistrados de la JEP decidían de manera unánime que así ocurriera. Para la Corte, la creación de este procedimiento diferente era como dictar una nueva Constitución. Señaló entonces que la forma de revisar las tutelas interpuestas contra la JEP no podía apartarse de la que ya consagraban la Constitución y la ley. De nuevo, esta es una exageración, pues la Constitución no prevé ningún procedimiento de revisión de las decisiones de tutela. Lo que dice es, por el contrario, que debe ser la ley la que fije ese procedimiento (art 241 num 9). Desde luego, ese procedimiento no puede ser de cualquier forma, pero lo que había en el Acto Legislativo de la JEP era razonable, pues aplicaba a un grupo definido de decisiones, por un tiempo limitado (aunque amplio), y desde luego los magistrados de la JEP debían ser imparciales e independientes frente a las decisiones cuestionada en la tutela. No había en esto, la verdad, problema alguno de independencia o imparcialidad, sino una mezcla de control interorgánico e intraorgánico. En la Corte Constitucional, los magistrados a menudo deben decidir solicitudes de nulidad contra decisiones de sus colegas, o incluso han decidido tutelas contra sus colegas, y no puede decirse ex ante que ello constituya una grave infracción de sus deberes judiciales.

e) Terceros y Agentes no Armados. Finalmente, la decisión en mi concepto más delicada y difícil de entender, es la de declarar inexequible la inclusión de terceros civiles y agentes estatales no combatientes del ámbito de la jurisdicción obligatoria de la JEP, bajo el argumento de su derecho al juez natural, y a la igualdad. Los efectos de esta decisión son evidentes: la JEP no será el tribunal del conflicto, sino de los combatientes; no tendrá a su cargo a los máximos responsables, a menos que hayan portado armas y combatido en el conflicto; y su exclusión de la jurisdicción obligatoria de la JEP, reduce –ojalá no sensiblemente – los instrumentos de investigación que se necesitaban para una justicia integral respecto de quienes sí quedarán sujetos a esa jurisdicción. Pero, además de en los efectos, el problema está en la justificación de esta exclusión. La Corte da dos razones. Primera, que este cambio ex post facto del juez de los terceros civiles y los agentes estatales no armados anula su derecho al juez natural, lo cual sin embargo no ocurre con los ex combatientes. Pero ¿cómo es que se les anula un principio a unos y no a otros? Es cierto que esta justicia fue concebida en un acuerdo de paz entre el Estado y las Farc, pero también la sociedad civil participó en el proceso de refrendación. Y en todo caso, ¿por qué se les anula ese principio a unos miembros del Estado y no a otros? Es difícil ver la consistencia de esta argumentación, espero –aunque dudo – tal vez por estar en un comunicado.

Y la segunda razón que nos da la Corte, es que los terceros “eventualmente” no tendrían los mismos beneficios que los ex combatientes, pues no están cobijados por la amnistía o la renuncia a la persecución penal.  Pero aquí la Corte parece haber cometido un serio error. Los terceros que quedaban bajo la jurisdicción obligatoria de la JEP eran los que hubieran tenido participación activa o determinante en la comisión de crímenes internacionales como genocidio, crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra, o graves violaciones de los derechos humanos, como torutra, desaparición forzada, desplazamiento forzado, o acceso carnal violento. Los responsables de estos crímenes, sean o no combatientes, no tenían derecho a amnistías, indultos, o renuncias a la persecución penal, y por tanto no es cierto que los terceros estuvieran en desventaja frente a los ex combatientes. Por tanto, la Corte lo que hizo fue crear una distinción sobre la base de “eventuales” tratamientos diferenciados en la ley, que ella misma habría podido controlar llegado el momento.

Hay otras decisiones problemáticas en la sentencia C-674 de 2017, pero no las voy a comentar. Sin embargo, las relacionadas dejan claras tres cosas, en mi concepto. Primero, que los derechos de las víctimas no son para la Corte la zona más sensible del control, pues desestimó dos importantes y fundadas reivindicaciones de estos derechos, como las atinentes al ajuste de la responsabilidad de mando, y la participación política de criminales internacionales antes de ser condenados en la JEP. Segundo, que el derecho a la paz - entendido como la preservación de la integridad del acuerdo final y la necesidad de reformas - no es una clave decisoria de la jurisprudencia, y esto explica que la Corte haya sustraído de la jurisdicción obligatoria de la JEP a los terceros y a los agentes del Estado no ex combatientes. Finalmente, que con esta sentencia se refuerza, como dije, la segunda tendencia de la Corte en el año 2017, hacia incrementar la severidad del control al Congreso cuando ejerce el poder de reforma constitucional. Tendencia que contrasta, claramente, con el incremental respeto a las facultades legislativas extraordinarias del Presidente de la República.

Y aquí debo señalar entonces la preocupación central que deja este balance: las decisiones de control de los actos legislativos sobre la paz en 2017, parecen incoherentes con la práctica institucional de los 25 años anteriores. Hasta antes de las dos sentencias que comenté (es decir, hasta la C-332 de 2017), la Corte tuvo que resolver cerca de 60 cuestionamientos contra actos legislativos por desbordar los límites competenciales del poder de reforma constitucional (sin contar casos de cosa juzgada). De esos 60 casos, solo 19 (aproximadamente) tuvieron fallo de fondo. Y de esos 19 casos con falló de fondo, solo en 7 oportunidades la Corte declaró inexequible un acto reformatorio de la Constitución por sustitución (en las sentencias C-1040 de 2005, C-588 de 2009, C-141 de 2010, C-249 y 1056 de 2012, C-285 y 373 de 2016). Y eso, pese a que hasta diciembre de 2016 se habían expedido cerca de 42 actos legislativos. Lo cual muestra que la Corte había tenido una seria deferencia hacia la competencia del Congreso como poder de reforma constitucional. Lo que ha pasado en el contexto de la implementación del proceso de paz, en el año 2017, es entonces sorprendente, pues de tres pronunciamiento en la misma área, dos terminaron en decisiones muy severas de inexequibilidad, que dejan entonces la misma impresión de exceso que el control sobre la reforma a la justicia en el 2016. ¿Había buenas razones para declarar –parcialmente - inexequibles esas reformas? Insisto en que lo dudo. 

II. ¿Una nueva teoría constitucional?

Este balance tentativo deja entonces una sensación de sorpresa. La Corte en diversas decisiones había dicho que mientras mayor la legitimidad democrática de un acto, menor la intensidad en su escrutinio judicial (por ejemplo, ver las sentencia C-673 de 2001 y C-720 de 2007). ¿No muestra el balance anterior una tendencia opuesta? Pocas personas pondrían en duda que los actos legislativos tienen mayor legitimidad democrática que los decretos con fuerza de ley, pues el Congreso es plural en su conformación y deliberativo en su funcionamiento, mientras el Gobierno Nacional no necesariamente lo es. ¿Será entonces que la Corte está invirtiendo los valores que informaron la jurisprudencia constitucional, al ser más severa con el Congreso que con el Presidente? No necesariamente. El balance, podría decirse, aunque a primera vista parece paradójico, puede ser fruto de una coincidencia: sencillamente los decretos se fueron progresivamente ajustando a la Constitución, mientras las reformas constitucionales sobre la paz controladas en el 2017 la sustituyeron, y por eso los primeros empezaron a declararse exequibles, mientras las segundas tuvieron una suerte parcialmente opuesta. Sin embargo, algo no cuadra en esta explicación. Como he señalado, no es cierto ni que todos los decretos expedidos en el segundo semestre de 2017 fueran constitucionales, ni que los actos legislativos declarados parcialmente inexequibles fueran claramente inconstitucionales. ¿Cómo explicamos entonces este curioso balance?

Mauricio García parece explicar las decisiones de la Corte sobre los actos legislativos como resoluciones salomónicas en las que el juez hace grandes concesiones pacificatorias a los sectores en conflicto, para aliviar las tensiones políticas.[6] Esa teoría suena válida, en principio, y podríamos usarla para explicar también el control de decretos y leyes de implementación. Parece cierto que la Corte, en el control de la implementación, ha hecho concesiones al Gobierno, a los ex combatientes, y a los partidos y movimientos en oposición al proceso de paz. ¿Será entonces que estas dos tendencias, aunque en principio parecen desencontradas, hacen parte de una gran orientación pacificatoria en la jurisprudencia, y que en perspectiva ha sido coherente?

El problema es que esta teoría del juez pacificador no explica por qué la Corte hizo estas concesiones y no otras. Por ejemplo, en la sentencia C-674 de 2017, la Corte decidió que los terceros civiles y los agentes del Estado no combatientes no estarían sujetos a la jurisdicción obligatoria de la JEP, con lo cual hizo una concesión a quienes se han opuesto al proceso de paz y, específicamente, a la JEP. Pero los críticos también han señalado que debe haber restricciones a la participación política de los criminales internacionales antes de ser sentenciados por la JEP. ¿Por qué la Corte no hizo esta concesión en vez de la primera? Podría decirse que porque ponía en riesgo la paz. Pero alguien podría haber alegado que también ponía en riesgo la paz -al menos en el largo plazo- sustraer a los terceros civiles del ámbito de la jurisdicción obligatoria de la JEP, y sin embargo la Corte concedió este punto. Necesitamos entonces una mejor teoría (más completa) de lo que hizo la Corte el año anterior. ¿Cuál puede ser?

La Corte parece insinuar en 2017, como sugerí antes, que la zona más sensible de la Constitución no será para ella la de los derechos fundamentales, sino la parte orgánica y, más aún, la distribución preexistente del poder. La estructura del poder institucional y la organización político económica son entonces las grandes claves decisorias de la jurisprudencia por venir. El control de los decretos empieza a tener un desenlace distinto en el segundo semestre de 2017, con la reconfiguración de la Corte, en parte porque se ajustan mejor a la jurisprudencia precedente, pero en muy buena medida también porque no impactan la distribución preexistente del poder. En cambio, los actos legislativos que la Corte tumbó sí lo hacían. El acto legislativo que diseñó el fast track debilitó sensiblemente la fuerza parlamentaria de los partidos en oposición - o en transición a la oposición -, pues los privó de prácticas dilatorias y de poder de negociación con el Gobierno. El acto legislativo de la JEP, por otra parte, básicamente puso en peligro la estabilidad de los poderes públicos beneficiados con fueros constitucionales, el poder de intervención del Procurador (y su potencial de expansión burocrática), el propio poder de los magistrados de la Corte Constitucional, el poder del Fiscal General de la Nación, y la situación de inmunidad de los terceros (empresarios, esencialmente) que participaron decisivamente en el conflicto. Esta interferencia, podríamos decir que severa, en la distribución del poder, fue el detonante de la intervención de la Corte para tumbar los actos legislativos.

Por el contrario, los derechos de las víctimas y el derecho a la paz ocuparon un modesto lugar en estas decisiones. Para ser justos, la Corte protegió el derecho de las víctimas al condicionar los beneficios de la JEP a la contribución efectiva de los procesados a la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición, y al exigir que la participación en política durante la condena no fuera incompatible con el cumplimiento de las penas. Pero estos logros parecen pocos frente a, por una parte, los problemas que deparaban estos derechos. La Corte limitó la eficacia de los derechos de las víctimas pues dejó al parecer intacta la regulación de la responsabilidad de mando, y la participación en política de los condenados en la justicia ordinaria por crímenes internacionales antes de la condena en la JEP. Pero parecen pocos, además, si se comparan con el alto nivel de eficacia que tuvo la parte orgánica de la Constitución en las sentencias de control sobre actos legislativos, pues sirvió para tumbar trozos gruesos de su estructura y para remodelarlos. El derecho a la paz, de otro lado, no fue una clave inicial que informara la intensidad del control en las sentencias sobre actos legislativos, como parece haberlo sido hasta 2016. En la sentencia C-699 de 2016, al controlar el acto legislativo que configuró el fast track, la Corte no hizo un escrutinio intenso del mismo debido a que buscaba garantizar la paz. Por el contrario, en los actos legislativos sobre la paz controlados en 2017, el propósito de asegurar la implementación del acuerdo de paz pareció ser irrelevante para atenuar la intensidad del control (o contraproducente). Tal vez esto no sea sinónimo de que la Corte ha pasado por alto la paz, sino acaso de que para ella la paz no es ahora un irritante del poder establecido, sino más bien el resultado de preservar la distribución del poder preexistente.  

La tendencia jurisprudencial dominante hasta 2016 -con pausas, vacilaciones y controversias- indicaba, como dijo la sentencia T-406 de 1992, que “la Constitución está concebida de tal manera que la parte orgánica de la misma solo adquiere sentido y razón de ser como aplicación y puesta en obra de los principios y de los derechos inscritos en la parte dogmática de la misma”. Pues bien, el balance del año que terminó me hace preguntar: ¿no asistimos a una fase progresiva de cambio, en la cual la parte orgánica – y, más aún, la distribución preexistente del poder– informa el contenido de los principios y derechos fundamentales, y no al revés? Si la respuesta a esa pregunta es afirmativa, como tentativamente lo creo, tal vez ella explique mejor los nacientes y crecientes impulsos jurisprudenciales hacia reducir la procedencia de la tutela (en especial contra providencias), modelar los derechos según su impacto fiscal y los arreglos presupuestales nacionales y locales, restringir la intervención judicial en conflictos socio-ambientales (consulta previa, consultas populares en minería y explotación de recursos naturales), conferir amplios márgenes de apreciación al poder público en la delimitación de los derechos, entre otros.

Esta teoría también permite prever la actuación de la Corte en el futuro. Si mi apreciación es correcta, y esta teoría se preserva, en el provenir la Corte parecerá más inclinada a hacer un escrutinio judicial severo de los decretos, las leyes y los actos legislativos, cuanto más afecten la distribución preexistente de poder. Una estrategia de litigio exitosa debe entonces presentar más que argumentos fundados solo en la violación de los derechos fundamentales, pues los derechos por sí mismos parecen tener actualmente un auditorio con poca acústica en la Sala Plena. Un argumento de derechos, para ser exitoso, debe resonar como una irritación de la parte orgánica, o como una descomposición de los arreglos políticos preexistentes.

Puedo estar equivocado en esto, sin embargo, pues lo que hago no son profecías sino previsiones sobre los efectos de una tendencia en el pensamiento constitucional. La Corte tiene, en últimas, el dominio de sus propias decisiones, y puede cambiar el rumbo y la forma de esta problemática teoría constitucional.







[1] Los magistrados María Victoria Calle Correa, Gabriel Eduardo Mendoza Martelo, Jorge Iván Palacio Palacio, Luis Ernesto Vargas, y la silla que dejó el suspendido Jorge Ignacio Pretelt Chaljub (remplazado en encargo por Aquiles Arrieta).
[2] Los actos de implementación controlados en esta etapa fueron expedidos en virtud del fast track o procedimiento legislativo especial. El fast track abrevió el procedimiento parlamentario para expedir leyes y reformas constitucionales, y le dio facultades legislativas extraordinarias al Presidente.
[3] Por ejemplo, en el derecho estadounidense, puede verse Richard H. Fallon, The dynamic constitution: an introduction to American constitutional law and practice, 2nd edition, 2013, Cambridge University Press., p. 264. En el colombiano, véanse las citas doctrinales de la Corte en la sentencia C-174 de 2017.
[5] Rodrigo Uprimny, “Responsabilidad del mando y JEP: un debate complejo y polarizado” en http://lasillavacia.com/blogs/responsabilidad-del-mando-y-jep-un-debate-complejo-y-polarizado-59906;  Fatou Bensouda, “Escrito de Amicus Curiae de la Fiscal de la Corte Penal Internacional sobre la Jurisdicción Especial de Paz”. http://cr00.epimg.net/descargables/2017/10/21/17135b6061c7a5066ea86fe7e37ce26a.pdf?int=masinfo
[6] Mauricio García: La gramática de la paz