jueves, 28 de mayo de 2015

En defensa de una práctica. Réplica al Profesor Maximiliano Aramburo

En una reciente edición del periódico Ámbito Jurídico, el profesor Maximiliano Aramburo planteó un estimulante cuestionamiento a la comunidad jurídica por su actitud pasiva frente a una práctica de las Cortes, quizás no reciente pero sí muy frecuente en los últimos tiempos, de expedir fallos con múltiples disidencias. Si no me equivoco, el profesor Aramburo llama a la comunidad a prestar más atención especialmente a los fallos en los cuales la mayoría de magistrados presenta una ‘opinión disidente’ (léase, en nuestro medio, una aclaración o un salvamento de voto). Tal sería el caso, por ejemplo, de las decisiones que toma una Corte conformada por 9 magistrados, y en las cuales 5 de ellos o más suscriben una opinión disidente. El profesor Aramburo sostiene que en esta práctica hay un problema, al parecer exclusiva o eminentemente conceptual, pues en tales casos resulta difícil o imposible identificar “la estructura racional del juicio y la motivación”, que es una denominación usada por Taruffo. Al parecer esto significa que tantas disidencias “dificulta[n]” o incluso “imposibilita[n]” conocer los “verdaderos” fundamentos de un fallo.

Las obvias limitaciones de espacio en una columna de opinión le impiden al profesor Aramburo desarrollar un poco más sus puntos, pero por considerarlos importantes y por conocer su talante democrático y abierto al diálogo, quisiera discutir algunos aspectos de sus planteamientos, con el fin de responder a su valioso llamado de atención. En primer lugar, me gustaría plantear algunas inquietudes en torno a la caracterización del problema que el profesor Aramburo considera latente en esta práctica. En esto, brevemente, trataré de mostrar que la práctica por sí misma no es problemática, más allá de que en ciertos casos lo sea, y en esa medida intentaré mostrar por qué, si es que hay un problema, considerarlo como conceptual es confuso y desorientador. En segundo lugar, intentaré mostrar por qué en mi criterio este problema es en cierto sentido un precio que hay que pagar de buena voluntad, para satisfacer otros valores y alcanzar ciertos fines en una sociedad plural. Quizás en otra ocasión desarrolle algunos puntos que en esta entrada, por razones de síntesis, debo exponer en términos lacónicos.

Primer punto. La caracterización de la práctica como un problema conceptual

Muchas discusiones se originan en un problema de comunicación. Entiendo que el profesor Aramburo considera que los fallos con un número de disidencias igual o superior al de la mayoría de miembros que los adoptan (en adelante FDMY –fallos con disidencias mayoritarias-), como por ejemplo los que suscribe una Corte de 9 y tienen 5 o más aclaraciones o salvamentos de voto, plantean un problema conceptual. No obstante, no está muy claro qué quiere decir ‘conceptual’ en este contexto. Propongo una definición, que tal vez no coincida con la que tiene en mente el profesor Aramburo, pero que puede servir para ir esclareciendo los puntos oscuros del debate.

‘Conceptual’ es un adjetivo que puede ser utilizado como sinónimo de ‘necesario’ o ‘inexorable’. Es decir, como un término para referirse a una propiedad que concurre necesaria e inexorablemente en algo (una actividad, un sujeto o un objeto). Lo opuesto a una propiedad conceptual sería una propiedad ‘contingente’ o ‘posible’. Tomado el término en este sentido, decir que los FDMY plantean un problema conceptual de entendimiento de los ‘verdaderos’ fundamentos de la decisión, implica que en todos los casos de FDMY resultaría problemático (difícil o imposible) determinar la motivación de la providencia.  

Así interpretada la caracterización del problema ‘conceptual’, considero sin embargo que no es plausible. En estos casos, me parece que una confrontación con la práctica puede ser una prueba suficiente. Tomo una de las mejores sentencias del constitucionalismo colombiano: la C-816 de 2004, en la cual la Corte Constitucional, con 9 magistrados como integrantes- declaró inexequible por vicios de forma el acto legislativo denominado ‘Estatuto Antiterrorista’. Dos magistrados ponentes: Uprimny y Córdoba. Cuatro salvamentos de voto: Cepeda –solitario- y Escobar, Monroy y Tafur –conjunto-. Y 8 aclaran el voto –Araújo, Beltrán, Cepeda, Córdoba, Escobar, Monroy, Uprimny, Vargas- (Tafur no aclaró). No obstante, invito a los lectores a que lean el fallo, para que adviertan que es perfectamente clara la razón por la cual se tomó la decisión. Y claros fueron también los motivos de cada opinión disidente.

Como esta decisión hay otras, en las cuales 5 o más magistrados salvan o aclaran, por ejemplo porque hay varias normas bajo control o varios asuntos en discusión (conceptualización inicial, reconceptualización de alguna institución, aplicación o no de un novedoso test, definición del grado de intensidad del test, fuentes de los argumentos, aplicación o interpretación de una sentencia, etc).

Ahora bien, puede ser que el término ‘conceptual’ lo use el profesor Aramburo en otro sentido. Especulo que su alusión a “la estructura racional del juicio y la motivación”, según la denominación empleada por Taruffo, implica que hay en esto un concepto de ‘motivación’ de las providencias, que sería como una especie de ideal o de arquetipo, desafiado por los FDMY. El término ‘conceptual’ sería entonces usado como un adjetivo para describir un problema de enfrentamiento entre la práctica de la motivación de las decisiones y un ideal teórico de cómo se deben fundamentar. Sería interesante que, si esta es la acepción que acoge el profesor Aramburo, avanzara un poco en los criterios de construcción de ese ideal. Aquí esbozo algunas reflexiones al respecto.

Admito que los ideales o modelos teóricos cumplen una importante función en la evaluación de nuestras instituciones y prácticas. No obstante, me inquieta advertir que en ocasiones –y no estoy seguro de que sea el caso del profesor Aramburo- cuando nuestras prácticas chocan con los modelos teóricos, el llamado es necesariamente a remodelar nuestras prácticas, y no al revés. ¿No podría darse, sin embargo, un caso en el cual lo que haya que remodelar sea nuestros ideales teóricos? Soy consciente desde luego de la inaceptable conversión automática de los hechos en modelos de conducta. No obstante, al mismo tiempo considero que la construcción de un paradigma de motivación tomado exclusivamente a partir de nuestros sueños institucionales –de los ideales que extraemos de la cabeza- puede ser es una fuente de inequívocas frustraciones.

La construcción de un paradigma de motivación de sentencias debe a mi juicio ser fruto (siquiera parcial) de una interpretación de nuestra experiencia judicial. No se trata de tomar toda o cualquier manifestación empírica del quehacer judicial, sino de interpretar nuestras mejores prácticas en una perspectiva coherente. Identificar nuestras mejores prácticas necesariamente presupone contar con unos criterios ideales de lo bueno, lo óptimo, o lo paradigmático, y por eso es también necesario contar con un modelo teórico previo. Pero lo que creo es que la comunicación entre la práctica y el modelo teórico no puede ser de una sola vía, en la cual la teoría sea el único elemento de evaluación de la relación, pues a mi juicio nuestras prácticas tienen también derecho a participar en la remodelación de nuestros ideales teóricos.

Tengo en mente entonces algunas de las mejores decisiones del constitucionalismo colombiano, y entre ellas algunas que pueden clasificarse como FDMY. En especial, considero la sentencia C-816 de 2004, pero podría mencionar otras. Si estas sentencias son comprensibles, desde luego que leídas con esmero y trabajo, pero al mismo tiempo chocan con ese ideal conceptual de motivación de las decisiones que al parecer presupone el profesor Aramburo, me pregunto por qué el desafío debe ser –no sé si esto es lo que propone, pero puede plantearse así- por qué el desafío debe ser para la práctica, y no para la teoría. Quizás parezca una petición de principio, pero intuitivamente puede concluirse que la práctica –al menos en la sentencia indicada- está bien. ¿Debemos entonces desafiarla para que se ajuste a un modelo teórico?

Segundo punto. El precio que pagamos por el pluralismo

No desconozco, con lo anterior, que un FDMY puede plantear ciertos desafíos de interpretación en concreto. Es decir, es posible que en ciertos casos la presencia de tantas disidencias presente un problema al momento de captar los acuerdos mayoritarios, y en estos el sentido obligatorio o vinculante. No obstante, me parece que esto no es propio de todos los FDMY, ni es tampoco un desafío exclusivo de los FDMY, pues considero que algo similar ocurre en general con los textos normativos construidos por cuerpos plurales. Pero ante todo, considero que, si es un mal, es un mal menor a los demás posibles. Me explico.

Como antes mencioné, la sentencia C-816 de 2004 es un ejemplo de que no todos los FDMY presentan una dificultad interpretativa y que, si lo hacen, no es en todo caso del mismo grado. La claridad en la exposición de la parte motiva, lo mismo que la síntesis y la claridad en las disidencias puede contribuir, incluso de forma suficiente, a definir lo que fue objeto de acuerdo y, dentro de ello, lo que resulta obligatorio para el caso o vinculante hacia el futuro. Es ciertamente posible que la oscuridad de una sentencia y de sus opiniones disidentes acarreen verdaderas imposibilidades de entendimiento de lo resuelto. No obstante, esta no sería tanto una consecuencia de la disidencias y de su número, sino de la falta de claridad. Reconstruidas con mayor talento, podrían ser entonces, a pesar del número de disidencias, perfectamente inteligibles.

Más allá de lo cual, conviene señalar que la multiplicidad de disidencias en los FDMY, si bien puede plantear dificultades en la práctica, estas no son exclusivas de los fallos sino comunes a los textos normativos construidos por cuerpos plurales, y el mejor ejemplo es una asamblea nacional constituyente. La diversidad de opiniones en una constituyente puede conducir a que ningún delegatario esté de acuerdo con la Constitución aprobada en su integridad, o –en otras palabras- a que todos tengan al menos algún reparo que hacerle. Esto a menudo se cristaliza en la redacción de los textos, pues no solo pueden ser contradictorios unos artículos con otros, sino que para lograr convergencia se formulan enunciados poco precisos con acuerdos teóricamente incompletos, según la denominación de Cass Sunstein. Laurence Tribe señala por eso que una Constitución podría decir las palabras del vagabundo de Whitman: “¿Me contradigo? Muy bien, me contradigo. Soy inmenso, contengo multitudes”.

Si bien esto puede ser problemático, en algunos casos, y ese problema podría verse como un mal desde la perspectiva de nuestros anhelos de seguridad, certeza y claridad del derecho, no es menos cierto que este sería el mal menor. Exploremos brevemente qué otras alternativas hay, para mostrarlo. 1) Prohibir totalmente las disidencias. 2) Permitir solo un número reducido de disidencias y prohibir las demás. 3) Permitir las disidencias pero exhortar a los jueces a que sus discrepancias no afloren en público. Quizás se me escape alguna alternativa, pero considero que la posibilidad de disentir sin limitaciones, abierta y públicamente, es mejor incluso para la claridad que cualquiera de las alternativas antes mencionadas.

Prohibir parcial o totalmente las disidencias –primera y segunda alternativas- es ciertamente parte de ciertos ordenamientos (Francia, aunque de forma parcial en vista de los tribunales europeos). Esta alternativa busca darle solidez e institucionalidad a la decisión, pero de algún modo convierte en responsables (al menos política y moralmente) a todos los jueces de un fallo que pudo haber tomado solo la mayoría. Esto conduce a que los fallos, para concitar el acuerdo de todos los miembros de la Corte, estén redactados también en términos apócrifos, lacónicos y poco precisos. El acuerdo se logra entonces al precio de perder un mayor nivel de precisión y claridad, lo cual se puede comprobar empíricamente. Esta alternativa, al tiempo que reduce la pluralidad de voces y hace responsable a un juez por un acto del cual disiente, contribuye muy poco a la claridad de los motivos en que se funda una providencia judicial.

La otra alternativa –tercera y última- es permitir las disidencias pero exhortar a los jueces a que se abstengan de que sus discrepancias, al menos en ciertos casos, afloren al público. Creo que esto en general puede tener sentido, como una regla política orientada a mantener la credibilidad en el tribunal o a conservar cierta unidad institucional interna. Zagrebelsky tiene una valiosa anécdota en su texto Principios y Votos, de un principio similar observado internamente en un proceso por la Corte Constitucional italiana. El caso Brown vs Board of Education se decidió también por unanimidad, y la causa de este consenso fue un deliberado esfuerzo por conseguir acuerdos dentro de la Corte Suprema de los Estados Unidos y evitar que afloraran las disidencias. Si bien esta es entonces una alternativa plausible, es deseable solo en ciertos casos y no precisamente por su mayor contribución a la claridad, sino por motivos de fortaleza institucional y de corresponsabilidad en el acto de decisión. Hay muchos otros ejemplos que ponen de manifiesto la importancia de permitir y facilitar la discrepancia abierta e ilimitada de uno o más magistrados de una Corte.

En Colombia, por ejemplo, los salvamentos de voto de Villegas y Navarro y Eusse en la jurisprudencia sobre incompetencia de la Corte Suprema para examinar vicios de trámite en las leyes; de Moreno Jaramillo en el control de las leyes por fuera de los cargos; de Sarmiento Buitrago en el control de los decretos declaratorios del estado de sitio y del control de las reformas; de Gaona Cruz en el control de las leyes aprobatorias de tratados públicos; de Angarita Barón en la tutela contra sentencias o en el control estricto de los estados de excepción… todos estos votos disidentes pero dignos, expresados por magistrados solitarios o agrupados en coros minoritarios, contribuyeron decisivamente a la modelación de nuestras actuales instituciones de control.

Habríamos perdido una plataforma excelente de mejoramiento institucional, si hubiéramos reducido estas voces al escenario de la doctrina, donde habrían tenido menos autoridad y público. El ethos de un magistrado disidente, derivado de la responsabilidad que asume por sus propias opiniones y del hecho de honrar su misión institucional con integridad, le da a sus votos un significativo valor y por eso en ocasiones son la piedra inicial de una construcción institucional posterior orientada a mejorar nuestras prácticas jurídicas. Permitir múltiples disidencias está dentro de esta misma filosofía institucional, y pretende entonces que los jueces logren alcanzar acuerdos, sin perder su derecho a opinar libremente, a expresar sus divergencias y a ser auténticos dentro del derecho en su forma de abordar y resolver los problemas jurídicos que se les presentan.

En toda sociedad plural debe existir la posibilidad de que se expidan FDMY. Estos son precisamente un reflejo de los complejos desacuerdos que hay en la colectividad. Reducirlos artificialmente, a pesar de que existan, es fingir. Es mejor reconocerlos, sin perder de vista que ellos deben también estar en capacidad de expresarse dentro de exigencias de razonabilidad, claridad y certidumbre de las decisiones judiciales. Por eso lo que debemos cambiar no es entonces la práctica –en general, y sin perjuicio de que algunos casos puedan criticarse- sino a lo mejor nuestros modelos teóricos de evaluación ideal de la misma. 

Apunte final

Estoy seguro de que el profesor Aramburo considera el pluralismo como un valor, y en que le da también importancia -quizás incluso con mejores fundamentos que yo- al pluralismo en las decisiones institucionales. Por lo mismo, creo que él no estaría de acuerdo -como yo ciertamente no lo estoy- con suprimir o restringir la posibilidad de suscribir ilimitadamente salvamentos y aclaraciones de voto. A lo mejor el suyo sea en el fondo un llamado a mayor vocación de acuerdos, para facilitar el entendimiento de los fallos. Si es así, creo que nuestro desacuerdo tendría que plantearse en términos más reducidos y en un plano normativo al parecer distinto (tal vez moral o de filosofía política). Entre tanto, discrepo de que estos fallos con complejos y numerosos desacuerdos se presenten como un problema conceptual, y que se muestren entonces como deformaciones fácticas de cuerpos diagnosticados a partir de un modelo teórico ideal, con escasa capacidad de comunicarse con nuestra mejor experiencia institucional, y cuya construcción no responde a una historia del todo clara.