Carlos Gaviria Díaz exhortaba a las personas a pensar. Pero pensar no es más que un
obstáculo. Dudar, hacerse una pregunta, plantearse un problema, reconocer un
error, abstenerse de creer por escepticismo, etc; todo esto obstaculiza la acción.
Imaginemos que alguien efectivamente piensa al leer la prensa. ¿Qué quiere decir que piensa? Bertrand Russell dictó hace tiempo una conferencia: “Free thought and official propaganda” [“Pensamiento libre y propaganda oficial”].[1] En ella ofrecía un curioso consejo: “[s]i se quiere que haya tolerancia en el mundo”, decía, “se debe enseñar el arte de leer los periódicos”. Leerlos con escepticismo. Es decir, habría que enseñarle a la gente a dudar y a examinar críticamente lo que encuentra en la prensa. “Una de las cosas a enseñar en las escuelas –proponía Russell- debe ser el hábito de sopesar evidencias, y de no aceptar afirmaciones cuando no haya razones que las sustenten”. Leer, ver u oír noticias u opiniones según este método sería un estorbo. Haría difícil avanzar a la noticia o la columna siguiente. Seguir el ritmo de una avalancha vertiginosa de noticias. Es más fácil ir al ritmo de la prensa o las redes sociales, sin detenerse a dudar.
Imaginemos que alguien efectivamente piensa al leer la prensa. ¿Qué quiere decir que piensa? Bertrand Russell dictó hace tiempo una conferencia: “Free thought and official propaganda” [“Pensamiento libre y propaganda oficial”].[1] En ella ofrecía un curioso consejo: “[s]i se quiere que haya tolerancia en el mundo”, decía, “se debe enseñar el arte de leer los periódicos”. Leerlos con escepticismo. Es decir, habría que enseñarle a la gente a dudar y a examinar críticamente lo que encuentra en la prensa. “Una de las cosas a enseñar en las escuelas –proponía Russell- debe ser el hábito de sopesar evidencias, y de no aceptar afirmaciones cuando no haya razones que las sustenten”. Leer, ver u oír noticias u opiniones según este método sería un estorbo. Haría difícil avanzar a la noticia o la columna siguiente. Seguir el ritmo de una avalancha vertiginosa de noticias. Es más fácil ir al ritmo de la prensa o las redes sociales, sin detenerse a dudar.
A causa de las conductas motivadas por este gran estorbo (pensar), nuestra realidad política es un
tejido de noticias y opiniones periodísticas o virtuales aceptadas o rechazadas
con fe. No importa si, como decía
Cioran de ciertos pensadores, la prensa y los líderes del mundo virtual son ahora capaces de elevar “el menor problema a
la altura de la paradoja y a la dignidad del escándalo”.[2]
Los receptores del mensaje periodístico o virtual sencillamente creen en un sentido o en otro en lo que
se les dice; no tienen tiempo de dudar. Es decir, de pensar. Creen en la verdad
o falsedad de una noticia; en la corrección o incorrección de una
opinión; en la justicia o injusticia de una propuesta. No hay campo ahora –tal
vez nunca lo ha habido- para el escepticismo o la duda. No es extraño en este contexto que algunos de nuestros más altos dirigentes caigan en la trampa de 'Actualidad panamericana'.
¿De qué depende hoy en día que un espectador promedio asuma una u otra posición, de credulidad o incredulidad sobre lo que lee o ve o escucha? De la autoridad. Es decir, de quién la emite (y normalmente basta en esto con que aparezca en una página web), de cómo la juzga un líder o de qué piensa la mayoría. Las razones son innecesarias o inútiles. Las premisas y las conclusiones, y lo que se deriva de ellas, le vienen al ‘individuo’ desde fuera. Se las aportan los ‘analistas’. El lector solo participa con sus sentidos y el estómago. La sociedad construye personas incapaces de pensar. Y los incapaces de pensar participan en la construcción colectiva de la sociedad.
¿De qué depende hoy en día que un espectador promedio asuma una u otra posición, de credulidad o incredulidad sobre lo que lee o ve o escucha? De la autoridad. Es decir, de quién la emite (y normalmente basta en esto con que aparezca en una página web), de cómo la juzga un líder o de qué piensa la mayoría. Las razones son innecesarias o inútiles. Las premisas y las conclusiones, y lo que se deriva de ellas, le vienen al ‘individuo’ desde fuera. Se las aportan los ‘analistas’. El lector solo participa con sus sentidos y el estómago. La sociedad construye personas incapaces de pensar. Y los incapaces de pensar participan en la construcción colectiva de la sociedad.
Carlos Gaviria fue en este contexto una brillante
excepción. Se atrevió a pensar por sí mismo. No delegó en ninguna
autoridad la facultad de definirle unilateral y definitivamente lo verdadero, lo bueno, lo
justo, lo bello y lo sagrado. En el campo judicial, en el moral, en el
político, en el estético y en el religioso tuvo un criterio propio e
independiente, resultado de una búsqueda informada, reflexiva, crítica, razonable y
autónoma. Sobre todo autónoma. Fue un liberal, formado en tiempos del
‘peligrosismo’ positivista. Un agnóstico, en contextos profundamente católicos
o ateos. Un iuspositivista, en un ambiente regional marcado por el
iusnaturalismo. Un defensor de derechos humanos, cuando la fuerza bruta
silenciaba a los de su género. Un incrédulo a la sazón en el proceso constituyente
del 91, cuando reinaba una esperanza colectiva y fervorosa de cambio. Un
dirigente de izquierda, cuando serlo era un riesgo personal. Un defensor de la autonomía, en una sociedad esencialmente heterónoma. Como profesor,
Gaviria enseñó con un método basado en una concepción problemática y aporética
del derecho, cuando enseñar derecho era –y es aún hoy- depositar en el estudiante conocimiento dogmático
acabado y presuntamente exacto.
La contribución de Carlos Gaviria como intelectual, profesor
de derecho, juez y político no fue entonces tanto la de dar ejemplo de decencia
y disciplina, aunque este es un atributo indudable de su talante. Su aporte fue
promover una visión del ser humano como persona autónoma, en un país heterónomo. Logró exponer y defender que el individuo debe ser el autor de las normas que
rigen su conducta en los asuntos que solo a él le atañen. El individuo debe ser
también el autor razonable de sus propios juicios, incluso en los asuntos
públicos. La defensa activa, intelectual, judicial y política de la autonomía
individual, y la profesión de una concepción aporética y problemática del
derecho y su enseñanza, eran manifestaciones de su convicción radical y pública
en que cada individuo debe ser el principal artífice y el principal responsable de su propio destino y
convicciones. En una sociedad acostumbrada a depositar en la autoridad
religiosa, política o grupal las decisiones sobre los asuntos más fundamentales
de la existencia humana o la coexistencia civil y política, Carlos Gaviria
exhortaba y formaba a las personas para que se atrevieran a pensar por sí mismas, y él –como juez,
Senador y político- trató de garantizarnos a todos las condiciones para hacerlo.
Nunca conocí la opinión de Gaviria sobre la sugerencia
russelliana de enseñar a leer los periódicos con escepticismo. Pero Jorge Luis
Borges, un autor tan entrañable para Gaviria, sí comentó en cambio la
recomendación. Borges se refirió a ella con inocultable ironía: “[e]ntiendo que
esa disciplina socrática no sería inútil”.[3]
Quería decir: es una disciplina socrática importante y necesaria. Observo además un simple dato. En estas pocas
líneas aparecen referencias a tres maestros de Gaviria: Russell, Borges y
Sócrates. No por su autoridad, sino por contener invitaciones genuinas a
pensar, Gaviria habría compartido sus opiniones. No me cabe duda, sin embargo,
de que profesó desde su actitud personal una responsabilidad individual e
indelegable en el examen crítico de lo que leía. Por su formación,
Gaviria estaba abocado a pensar en lo
que leía. La prensa no podía ser una excepción. La información, la opinión y el
análisis periodísticos nos aportan solo insumos para formarnos de manera
independiente y autónoma un juicio. Pero estos insumos son necesariamente
insuficientes y en ocasiones inexactos, o incluso sesgados, falsos, injustos o
incorrectos. El mismo Carlos Gaviria, si no estoy mal, sufrió esta
‘imperfección’ de la prensa en carne propia. El individuo –habría ratificado
entonces Gaviria en este contexto- es el único responsable de evaluar
críticamente lo que ve, oye y lee en la prensa. Es responsable de pensar.
Tras fallecer Gaviria, un número relevante de seguidores
suyos ha creído homenajearlo señalando sus virtudes y denostando de la Corte de
hoy y sus magistrados actuales. Invitar a Gaviria para enjuiciar la conducta de
los demás es un acto de comodidad respetable. Pero me temo que han dejado pasar
a un invitado incómodo, acostumbrado a lavar los asuntos en “ácido cínico”,
como diría en otro tiempo su homólogo Oliver Wendell Holmes Jr-. Comparar al ex-magistrado Gaviria con los actuales magistrados de la Corte es una alternativa sencilla. La otra, menos obvia y más elocuente, es comparar al pensador Gaviria con el opinador, el analista y el espectador promedio de las últimas semanas, en los hechos que involucran el prestigio de la Corte. Poner en práctica las lecciones del pensador Gaviria al examinar las noticias, los análisis y las propuestas que se han surtido últimamente alrededor de la Corte y la justicia, es menos reconfortante para los que quieren hacer de su muerte un nuevo instrumento de ataque contra estas. Gaviria, según los testimonios, estuvo agobiado en sus últimos días por la situación de la Corte. Me atrevo a pensar que parte de su agobio se debía a la incapacidad de los espectadores para evaluar críticamente lo que leen y oyen.
Gaviria habría interpelado a sus panegiristas de ahora: ¿están seguros de sus juicios sobre la Corte? ¿cómo llegaron a formárselos? ¿creen que todos los magistrados están cuestionados sólo porque así lo dijeron la revista M, el columnista L, el analista H, o el periódico P? ¿o lo creen porque así lo cree la ‘opinión pública’? ¿y su deber, señor o señora K, de pensar por sí mism@? ¿no cree que es su deber leer, escuchar y ver la prensa con escepticismo? ¿cómo es posible concluir que una institución sea inservible, a partir de cuestionamientos a algunos de sus integrantes? ¿cómo puede pasarse de un cuestionamiento individual, sobre hechos que serían graves si son ciertos, a un cuestionamiento grupal basado en hechos que, sean o no ciertos, no son de gravedad incontestable? ¿qué justificación hay para revocar a los jueces, y qué certidumbre existe de que esto sea una solución? ¿por qué debe desmontarse una jurisprudencia sólida y razonable, a causa del cuestionamiento de un integrante de la Corte que la formó?
Gaviria habría interpelado a sus panegiristas de ahora: ¿están seguros de sus juicios sobre la Corte? ¿cómo llegaron a formárselos? ¿creen que todos los magistrados están cuestionados sólo porque así lo dijeron la revista M, el columnista L, el analista H, o el periódico P? ¿o lo creen porque así lo cree la ‘opinión pública’? ¿y su deber, señor o señora K, de pensar por sí mism@? ¿no cree que es su deber leer, escuchar y ver la prensa con escepticismo? ¿cómo es posible concluir que una institución sea inservible, a partir de cuestionamientos a algunos de sus integrantes? ¿cómo puede pasarse de un cuestionamiento individual, sobre hechos que serían graves si son ciertos, a un cuestionamiento grupal basado en hechos que, sean o no ciertos, no son de gravedad incontestable? ¿qué justificación hay para revocar a los jueces, y qué certidumbre existe de que esto sea una solución? ¿por qué debe desmontarse una jurisprudencia sólida y razonable, a causa del cuestionamiento de un integrante de la Corte que la formó?
Dudo de que los admiradores oportunos de Gaviria a cargo
de arrastrar por el pantano el nombre de la Corte y sus magistrados actuales, tengan
respuestas plausibles para todas estas preguntas.
Tengo una deuda con Carlos Gaviria. Quizá en otra
ocasión hable de su origen. Ahora quiero simplemente honrarla y pagar lo que
debo. Ya muerto él, extiendo mi palabra por ser lo único valioso de lo que
dispongo –si es que algo vale-. Muchos han querido expresar su gratitud o
admiración por Gaviria con palabras de elogio –que nunca o casi nunca expresaron,
sintieron u honraron verdaderamente mientras él vivió-. Yo en cambio seré
coherente con lo que siempre hice con él mientras él vivía: tratar de aprender
de las lecciones tomadas de sus palabras y su ejemplo. Nunca fui su alumno
directo, pero he tenido la oportunidad de leer muchos de sus textos, sentencias
y opiniones disidentes, y de asistir a conferencias dictadas por él y a
discursos políticos en la plaza pública. Me habría gustado que él supiera lo
mucho que le debo por la lección que creo haber aprendido, desmenuzada y ejemplificada por su verbo y sus actos, y que se resume en la exhortación al individuo a
atreverse a pensar por sí mismo. Si el país quisiera en verdad rendirle un
homenaje sincero a este buen hombre, se encargaría de tomarse en serio esta lección.
Es esto, y no echar palabras de alabanza al viento, lo mínimo que debemos hacer
por el maestro Gaviria. Pensar por nuestra propia cuenta. No veo, sin embargo, que esto se esté haciendo en el exagerado escándalo que las redes y la prensa han construido en torno a la Corte Constitucional (más allá de lo que ocurre con integrantes suyos).
Nota. Aclaro que soy funcionario de la Corte Constitucional. Escribo esto de forma autónoma, y soy consciente de la responsabilidad que implica el ejercicio legítimo de la libertad de expresión.
[1] Tomo la versión que aparece en
www.gutenberg.org/files/44932/44932-h/44932-h.htm
[2] Cioran, EM. Ejercicios
de admiración y otros ensayos. Barcelona. Tusquets. 2000, p.
[3] Borges, Jorge Luis. “Dos libros”. En Obras completas:
edición crítica. Tomo II. Bs As. Emecé.
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