viernes, 23 de agosto de 2024

La peligrosa invalidación de impuesto al patrimonio (apuntes a mano alzada)

 

Con sorpresa, leí en la prensa que la Corte Constitucional está dividida 4-4 sobre si debe tumbar el impuesto al patrimonio, creado en la más reciente reforma tributaria. Por el empate, quien debe dirimir el asunto es una conjuez. No sé si los reportes periodísticos son exactos –a veces no lo son—pero si esta vez resultan precisos, existe la probabilidad de que la Corte declare inconstitucional el impuesto al patrimonio. Tras leer las principales demandas contra el impuesto, concluyo que no tienen razón. Por eso, en el evento de concretarse la inconstitucionalidad de la medida, el fallo traería graves consecuencias jurídicas, políticas y fiscales. Acá las exploro, a mano alzada. 

 

Las graves consecuencias jurídicas

 

Después de estudiar las demandas, concluyo sin duda alguna que no tienen razón. Como quisiera ser breve, solo voy referirme escuetamente a ellas.

 

Uno: dicen los actores que no es admisible un impuesto permanente al patrimonio, pues implicaría que el patrimonio de un año sería –en total o en parte—gravado también en los años siguientes. O sea, no se puede gravar la misma realidad económica (el patrimonio) sucesivamente. Si esto no es posible, ¿por qué sí es posible, como lo admite la Constitución (art 317), gravar con impuesto predial la misma propiedad inmueble año a año, de modo permanente? En el impuesto predial, año a año se grava la misma propiedad raíz. ¿Cuál es el problema en eso? Es increíble sostener que una lógica impositiva que está exactamente en la Constitución para la propiedad inmueble, y que permite gravar esta realidad sucesivamente, no se pueda reproducir para el patrimonio.

 

Dos: sostienen que no es posible gravar simultáneamente la propiedad raíz con predial y con impuesto al patrimonio, pues en última instancia ambos recaerían sobre la propiedad raíz y se estaría gravando dos veces lo mismo. La Corte ya ha sostenido que esto no es cierto, pues en el patrimonio no se grava la propiedad directa y específicamente. Pero incluso si se acepta que el gravamen recae indirecta e inespecíficamente sobre la propiedad raíz, esto no es inconstitucional en la medida en que los obligados tengan capacidad de pagar el impuesto. La supuesta prohibición de doble tributación, ¿de cuál norma constitucional se deriva? Asumamos que del principio de equidad. Entonces la prohibición de doble tributación solo tiene pedigrí constitucional si redunda en violación de la equidad. Pero esto tendría que probarse y no se prueba, como muestro enseguida.

 

Tres: aducen que hay gente que tiene patrimonio líquido alto, pero curiosamente sin liquidez pues lo tienen invertido, y que esto hace que no tengan capacidad de pago o que no tengan capacidad de pago igual que los que sí tienen liquidez, lo cual vulnera la equidad. Pero la Corte ha dicho acertadamente que la Constitución no impide gravar a las personas con capacidad de pago aunque se encuentren en situación de iliquidez. Puede que no tengan capacidad de pago inmediato, pero eso no quiere decir que no la tengan en absoluto. De hecho, sus activos ilíquidos podrían ser enajenados o servir para solicitar créditos o desarrollar otras actividades que den liquidez. Lo relevante para la Constitución es que la persona pueda pagar. Esas personas sí pueden hacerlo. Y la diferencia entre quienes tienen liquidez y quienes no la tienen, no acredita una iniquidad, pues ambos cuentan real y materialmente con el mismo poder dinerario para adquirir bienes, servicios y para cancelar obligaciones. 

 

Cuatro: arguyen que las personas de la tercera edad podrían verse obligadas a pagar sus impuestos con sus pensiones o a enajenar sus activos patrimoniales. No veo la inconstitucionalidad ahí. Los salarios y las mesadas pensionales son ingresos que revelan capacidad de pago. El patrimonio líquido también lo es. Todas estas pueden ser fuentes de satisfacción de cargas de solidaridad. El mundo que plantean los demandantes es tan increíble que presentan a personas con grandes patrimonios y, además, con mesadas pensionales, como sujetos que no pueden pagar un impuesto porque sería con ellas injusto e inicuo. ¿Exagero si comparo este argumento con La Pobre Viejecita, de Rafael Pombo? Por lo demás, destinar las mesadas al pago de obligaciones, incluso fiscales, es lo que tienen que hacer quienes no tienen en su haber sino su derecho pensional. ¿O estas personas no tienen que pagar impuestos? Así pagan el IVA, por ejemplo.

 

Quinto: objetan que un impuesto permanente al patrimonio podría agotar el patrimonio de una persona, pues año a año podría tener que descontar de su patrimonio los montos requeridos para pagar el gravamen. Pero eso es falso, primero, porque a veces los patrimonios crecen. Y, segundo, cuando no crecen, el impuesto al patrimonio no agotaría el patrimonio. Solo podría reducir el patrimonio hasta un nivel en el cual no quedaría gravado por el impuesto. Es que el impuesto al patrimonio solo se paga cuando el contribuyente tiene en cierto día del año alrededor de 3 mil trescientos millones de pesos. El impuesto al patrimonio podría reducir pero no absorber todo el patrimonio. Si acaso es la suma de todos los impuestos y obligaciones tributarias lo que lo hace, tendría que demandarse todo el sistema tributario, cosa que no hacen los demandantes.

 

Sexto: alegan que el impuesto es confiscatorio, pues las personas podrían dedicar gran parte o la totalidad de sus ingresos a pagarlo. Pero la doctrina de la prohibición de impuestos confiscatorios no puede limitarse tan solo a verificar cuántos ingresos se destinan a pagar impuestos. Lo que ha dicho la Corte es que los efectos confiscatorios se configuran allí donde se destina “la actividad económica del particular” al pago de impuestos. Es decir, no solo los ingresos sino toda la actividad económica. Los ingresos son solo parte de la actividad económica. Otra parte de esta es el dominio sobre activos. No puede ser que personas con enorme riqueza patrimonial en terrenos de engorde, cuando devenguen pocos ingresos, solo puedan contribuir en relación con estos. Su propiedad cumple una función social. Un impuesto auténticamente confiscatorio recae sobre quienes carecen de capacidad de pago o sobre quienes tienen esa capacidad pero la tributación se las arrebata o reduce casi en su totalidad. Este impuesto no hace nada de eso. Grava los más altos patrimonios (de más de 3 mil millones de pesos) y establece tarifas bajas (de hasta 1.5%). Si la idea es que todos los impuestos en conjunto producen ese efecto, hay que demandar el sistema tributario como un todo.

 

En suma, para concluir que el impuesto al patrimonio vulnera la Constitución, conforme a los argumentos de los demandantes, la Corte tendría que transformar drásticamente grandes franjas de su jurisprudencia o distorsionar de manera salvaje su doctrina sobre la equidad y la progresividad. Tendría que decir nada menos que un impuesto que incrementa la progresividad del sistema, curiosamente viola la progresividad. De llegar a darse ese desafortunado desenlace, sus implicaciones para el control constitucional de la política fiscal serían desastrosos. Por ejemplo, pensemos en que la iliquidez es una razón constitucional para acreditar falta de capacidad de pago. ¿No podría esto mismo aducirse para pagar el impuesto de renta, por ejemplo? O asumamos que entre los que tienen liquidez y los que no, hay una desigualdad. ¿Serviría esto para invocar una supuesta iniquidad en todos los demás impuestos? Si es inconstitucional que los pensionados destinen sus mesadas a cancelar impuestos, ¿por qué no sería inconstitucional destinar también los salarios? Inclusive si nos quedamos en las pensiones, ¿quedarían exentos de IVA los contribuyentes que no tienen más en su haber que sus mesadas pensionales?

 

En fin, las demandas le proponen a la Corte un mundo de fantasías constitucionales… para los más ricos. Una versión absurda de la Constitución.   

 

Las graves consecuencias políticas

 

Una eventual decisión de inconstitucionalidad sobre el impuesto al patrimonio también tendría lamentables consecuencias políticas. La Corte ha venido asestando duros golpes al Gobierno y a las bancadas que lo respaldan en el Congreso: la inconstitucionalidad del estado de excepción y la inconstitucionalidad del impuesto de renta sobre regalías, entre otros. También ha hecho un sensible gesto de advertencia: la declaración sin precedentes de que podría suspender provisionalmente las leyes. Seguramente se vendrán otros golpes y advertencias, probablemente justos (p.ej., en pensiones y salud). Eso no tendría en general nada de extraño si la Corte brinda argumentos aplastantes o al menos razonables en respaldo de sus decisiones. Pero es riesgoso cuando sus soportes son raciocinios endebles que no persuaden a nadie que conozca el campo. Y esto es desgraciadamente lo que ha ocurrido con las providencias que intentaron sustentar la suspensión provisional de las leyes y la supuesta inconstitucionalidad “evidente” del impuesto de renta sobre las regalías.  

 

La Corte quizá no es consciente del enorme peligro político que corre un tribunal cuando revisa tan agresivamente la política económica. A lo mejor les convendría, a quienes abogan dentro de la Corte por invalidar el impuesto al patrimonio, examinar lo que sucedió en la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos de América, cuando a principios del siglo XX desplegó una revisión hostil sobre las medidas de intervención económica, bajo una obsoleta mentalidad leseferista. O incluso bastaría con repasar lo que sucedió en Colombia, cuando la Corte Suprema de Justicia cambió de jurisprudencia sobre la posibilidad de hacer reformas impositivas en el estado de emergencia económica, en los gobiernos de López Michelsen y Betancur Cuartas.

 

La imprudencia judicial en este ámbito puede avivar las presiones hacia un cambio total de la Constitución o hacia una reforma enérgica de la justicia que destruya los avances logrados hasta ahora.  Es innegable que toda decisión de la justicia constitucional debe respetarse y que no ha llegado la hora de una gran reforma de la justicia constitucional. Pero ese es mi punto de vista. En una democracia no hay ninguna institución orgánica que llegue a tal nivel de sacralización, que resulte absolutamente intocable por el poder popular, mucho menos cuando se extravía de su misión, como puede ocurrir si la Corte acoge las inaceptables interpretaciones que proponen los demandantes.

 

Las magistradas y los magistrados de la Corte Constitucional que quedan, porque aún tienen varios años de periodo por delante, difícilmente podrán sostener en el tiempo una doctrina tan infundada y con efectos tan desafortunados, como la que los accionantes les piden adoptar. Si acogen las tesis de las demandas, es muy factible que en otro gobierno, de pronto de un signo político diferente, tengan que cambiar la jurisprudencia o introducir en ella distinciones artificiosas para mantenerla en la forma, pero cambiarla en la realidad. Sin embargo, el costo que tendrá que pagar al variar sus doctrinas al vaivén de los cambios políticos será grande: financiará estos cambios con su credibilidad. Por eso lo mejor es que no prosperen las demandas.

 

Los magistrados y las magistradas que se van acaso pueden sentir tranquilidad pues no tendrán que lidiar con los efectos de las irrazonables teorías que les dibujan los demandantes. No obstante, van a seguir siendo ciudadanos de Colombia y esto debería ser suficiente para querer dejar una Corte sólida y creíble, no solo ante muchas élites adversas al gobierno (a veces con razón), sino ante toda la ciudadanía y, dentro de ella, ante quienes hemos trabajado por muchos años en esta área y conocemos bien la debilidad de las demandas.

 

Las graves consecuencias fiscales

 

Casi cualquier persona medianamente enterada sabe que hoy el Gobierno enfrenta un serio desafío fiscal. Esto se debe probablemente a graves problemas de gestión y a las altas demandas de funcionamiento de un Estado colosal y en crecimiento, que a menudo despilfarra criminalmente los recursos públicos. Todo esto es cierto en la coyuntura y no deja de ser lamentable. Pero las decisiones de la Corte también han tenido y pueden tener profunda incidencia en esos problemas fiscales. De nuevo, algo así está dentro de las expectativas de un Estado con justicia constitucional, cuando el razonamiento del juez es demoledor o razonable. Sin embargo, en un estado social de derecho, la justicia constitucional no puede, con fundamentos dudosos, acorralar al Gobierno y al legislador en su esfuerzo por financiar la política social, aunque en cierta coyuntura haya fuertes sospechas o evidencias de mala administración pública.

 

Hace años, los políticos decían que cada gobierno tenía músculo para una única reforma tributaria. Tal vez hoy sería exagerado sostener algo semejante. Pero sin duda un gobierno solo tiene una oportunidad política para hacer una reforma tributaria importante. ¿Cómo podría entonces el Gobierno salir de sus problemas fiscales actuales si la Corte reduce cada vez sus márgenes de acción económica, insisto, sin buenos fundamentos? No deja de ser paradójico que una generación crecientemente fiscalista de magistradas y magistrados, como los que han ocupado la Corte Constitucional desde 2017, dicten decisiones con tan grandes impactos fiscales, sin contar con sustentos jurídicos convincentes. 

 

Nota final: soy consciente de que en las disciplinas económicas hay discusiones válidas sobre la conveniencia del impuesto al patrimonio. Muchos de esos argumentos tienen cabida en el debate democrático de la ciudadanía en general y del Congreso. Pero estas controversias no necesariamente afectan la constitucionalidad del impuesto. El derecho constitucional tiene autonomía normativa y se rige por unos principios delimitados por el precedente. Si estos principios se interpretan lealmente, el impuesto es constitucional. 

viernes, 24 de noviembre de 2023

Cuando lo deducible es hijo de lo indeducible: comentarios críticos sobre la decisión de regalías


La Corte Constitucional publicó esta semana el comunicado de prensa sobre una decisión reciente y trascendental, mediante la cual declaró inexequible una norma tributaria que impedía deducir las regalías pagadas, para efectos de determinar la base gravable en el impuesto de renta. En virtud de esa decisión, el pago de las regalías debe entenderse ahora como una expensa deducible en la liquidación del impuesto de renta, por cuanto a juicio de la Corte representa un costo o gasto necesario para realizar la actividad. Aunque esta decisión la han recibido con satisfacción ciertos sectores serios de opinión, con razones económicas, negociales y políticas que respeto y en general comparto, creo que desde un punto de vista de derecho constitucional es desafortunada.

Reconozco que el caso era complejo y que la decisión tiene algunos aciertos, pero también problemas o errores gruesos. En una especie de juego de palabras, sintetizaría así mi opinión sobre lo que aparece en el comunicado: la Corte dijo que las regalías deben ser deducibles de la renta, pero las premisas que empleó para llegar a esa decisión y las conclusiones de inexequibilidad no son deducibles de la Constitución. El presente escrito es un comentario crítico sobre una decisión en la cual lo deducible tributariamente es hijo de lo indeducible constitucionalmente.


En general, creo que no debe comentarse un comunicado, sino esperar a la sentencia completa. Pero hay buenas razones para comentar en este caso el comunicado. La primera es que cualquier análisis del comunicado le sirve a la Corte -si lo lee- para afinar los argumentos en la sentencia. La segunda es que estas notas pueden preparar un eventual debate de nulidad o de incidente de impacto fiscal frente a una resolución importante e impactante como la que tomó la Corte. La tercera es que la colectividad necesita un debate inmediato sobre esta decisión, dado que su efecto es también inmediato, y se produce en medio de otras decisiones sobre medidas impulsadas por el Gobierno nacional. Es necesario que los ciudadanos vigilemos cuidadosa y meticulosamente a la Corte.

 

I.             Los aciertos o puntos razonables de la decisión


Primer acierto. La Corte hizo bien al decidir problemas jurídicos que no estaban planteados en la demanda, pero sí en el debate procesal y ciudadano. En realidad, cuando un fallo va más allá de la demanda, lo cuestionable es que la Corte no le haya ofrecido previamente a la ciudadanía la oportunidad de debatir acerca de las cuestiones que aborda. Proceder de esa forma lesiona la legitimidad democrática del control constitucional que se basa en parte en el derecho ciudadano a participar en el proceso. Pero acá no percibo ese problema, por cuanto en el proceso existió un debate amplio y una audiencia pública robusta, en torno a los problemas que la Corte resolvió. Por ende, en este punto la decisión de la Corte no merece reparos.


Segundo acierto. Aunque puede haber discusiones y es un tema técnico, también encuentro comprensibles dos de las consideraciones invocadas en el comunicado.


Por una parte, a mi juicio está bien que la Corte controle los tributos frente a situaciones confiscatorias apenas eventuales, y no presentes o futuras pero ciertas. En consecuencia, me parece normal que el juez constitucional examine si un impuesto -con elevado contenido erogatorio- contiene garantías para evitar que devenga confiscatorio en una posible situación de volatilidad económica. En últimas, por ser un control abstracto, no es necesario realmente demostrar que la consecuencia confiscatoria sea actual o que resulte necesaria en el futuro, sino que basta en principio con sustentar que es una situación probable en el porvenir. Desde luego, para mostrarlo, se necesita sustento. Pero este sustento puede provenir de un análisis jurídico, pues de lo que se trata es de evitar que el tributo llegue eventualmente a gravar de forma drástica a un sujeto, al punto que lo prive de las ganancias o utilidades de su actividad.


Por otra parte, puede ser sana la regla que enunció la Corte, encaminada a controlar la sostenibilidad fiscal frente a medidas tributarias que si bien no ordenan gasto ni prevén un beneficio tributario, y tampoco implican una reducción directa e inmediata de ingresos fiscales, pueden aparejar a mediano o largo plazo una disminución intensa de rentas al desestimular determinadas actividades económicas estratégicas. La Sala Plena exige que, en casos así, de especial intensidad en el descenso de las rentas públicas, se demuestre la manera como se van a compensar las reducciones drásticas en los ingresos. Esta regla no está expresamente prevista en la Constitución ni en la ley orgánica, pero se infiere razonablemente de algunas normas constitucionales. No se trata entonces de una exigencia meramente económica o fiscalista, sino que es una demanda necesaria de constitucionalidad para evitar una desfinanciación profunda de los programas de gasto que posibilitan el Estado social de derecho.


Pese a que comparto, en general, esta exigencia, no queda claro cuál fue su incidencia en la decisión de regalías, o si fue un dicho de paso aplicable a situaciones futuras. Tampoco me parece que haya claridad suficiente acerca del momento en que el legislador o el Gobierno deben aportar las pruebas de que la medida se inserta en un contexto de equilibrio fiscal, ya que el comunicado no aclara si esa prueba debe producirse durante el trámite legislativo o si es viable aportarla también durante el proceso de constitucionalidad. En mi concepto, lo ideal sería que se admitiera ofrecer esa prueba incluso en el proceso ante la Corte, por cuanto no existe una norma constitucional o legal orgánica que exija algo diferente.


Estas son las consideraciones de la Corte que estimo plausibles, y al menos una de ellas (la ausencia de garantías frente a un escenario confiscatorio) funda parte de la decisión.


Pero, en sentido estricto, estas razones no bastaban para declarar la inexequibilidad pura y simple de la disposición. La falta de garantías frente a un eventual escenario confiscatorio habría podido conducir a una inexequibilidad diferida a un plazo, durante el cual el Congreso tuviera la posibilidad de contemplar la garantía faltante (por ejemplo, unas reglas de compensación o un procedimiento de demostración de un periodo de grave crisis económica, etc.). Por eso, en mi criterio, para tumbar toda la norma se necesitaban otros argumentos, que la Corte aportó. Sin embargo, a diferencia de los que he analizado hasta ahora, en mi concepto esos otros argumentos son desafortunados, como lo voy a exponer enseguida.


  

II.            Las dudas y los desaciertos del fallo


Primer desacierto. La conceptualización (derrotable) de las regalías. La Corte acertadamente decidió conceptualizar las regalías, como un paso previo para definir si pueden integrar la renta gravable. En el debate procesal y por fuera de él se postularon varias conceptualizaciones de las regalías. Una de ellas, que entiendo acogía el presidente de la República, veía las regalías como la entrega al Estado de algo que siempre fue suyo y jamás abandonó el haber estatal, por lo cual nunca ingresó al patrimonio de quien explota los recursos naturales no renovables. La Corte descartó esa conceptualización, yo creo que plausiblemente, pues señaló de paso que, de acogerse, la norma sería abiertamente inconstitucional, en tanto no podría formar parte de un impuesto a la renta lo que en absoluto constituye un ingreso.


En vez de esa noción, la mayoría de la Corte sostuvo que lo pagado como regalía, aunque inicialmente pertenece al Estado, sí ingresa tras la explotación –al menos por un momento—al patrimonio de quien explota el recurso, aunque posteriormente salga de él, según la Corte, como un costo o gasto vinculado a la actividad. En parte debido a ello, dijo la Sala Plena, lo pagado por regalías debe poder deducirse para obtener la renta gravable. Esta es una concepción que podríamos llamar de las regalías como “precio”, pagado en un negocio sinalagmático en el cual el Estado autoriza la explotación de sus propios recursos, y quien los explota paga a cambio las regalías. ¿Qué problema hay en esta conceptualización?


Vamos por partes.


Está bien decir, como lo hace la Corte, que las regalías presuponen el ingreso de un valor en el patrimonio del contribuyente. Esa premisa es aceptable pues, de no ser así, resultaría muy complicado considerar que las regalías pagadas pueden integrar el impuesto a la renta. También me parece que es exacto afirmar que el valor que ingresa, luego sale del patrimonio del agente al pagar las regalías, y que estas son una “contraprestación” al Estado. Nada que objetar en esto, ya que es así como la Constitución caracteriza las regalías.


Sin embargo, después es que viene la parte difícil de admitir. La Corte se precipita -en mi opinión- a afirmar que las regalías pagadas necesariamente deben ser concebidas como costo o gasto, y acoge entonces la teoría de las regalías como precio, que había enunciado obiter dictum inicialmente en la sentencia C-221 de 1997. Pero para erigir ese entendimiento en una teoría constitucional en este caso, en verdad, la Corte carecía de bases sólidas, y voy a explicar por qué.


Esa conceptualización de las regalías como precio no es absurda ni infundada, pero no se deduce necesaria o indefectiblemente de la Constitución. Hay otras teorías posibles de las regalías, que no las conciben de esa forma, y a la luz de las cuales la norma legal acusada tenía mayor vocación de superar el juicio de constitucionalidad. Creo, por ejemplo, que es razonable la conceptualización que llamaré “societaria” o “asociativa”, que hace un tiempo expuso el profesor Guillermo Rudas en Razón Pública. Esa concepción, además, parece tener también arraigo en una cierta historia institucional, como se extrae de la evolución de las regalías que explica Juan Camilo Restrepo en su obra de Hacienda Pública.[1] Según esa concepción societaria o asociativa, las regalías pueden concebirse como contraprestaciones que se pagan en el marco de una suerte de contrato social o de asociación con el Estado. Aquí las regalías no son precios, pagados en una relación sinalagmática, sino participaciones del Estado-socio/asociado en el producto de la explotación que hace otro de sus asociados. El Estado conforma, pues, una especie de sociedad o asociación con quien explota el recurso, en virtud de lo cual el Estado proporciona el “capital natural” (como dijo la Corte en la sentencia C-221 de 1997) y el particular aporta las actividades de explotación, comercialización, etc.


Es claro que no se trata de una sociedad o asociación en sentido formal estricto, o de un contrato social tipificado en la legislación societaria pública o privada, sino de una teoría o interpretación sobre una institución constitucional. Materialmente -si prevalece el derecho sustancial- esa conceptualización tiene sentido y raíces, creo yo, en la tradición de derecho público que concibe diferentes instituciones públicas como expresiones de un contrato o de un contrato social.


Si eso es así, llamar a las regalías un costo o un gasto deja de ser algo fatal o inevitable, y de hecho empieza a verse como una imposición irrazonable, pues pierde de vista que las obligaciones regalianas se pueden asimilar al pago que una sociedad o asociación le hace a uno de sus socios o asociados por los resultados de la actividad social, lo cual dista de asimilarse a una expensa, a un costo o a un gasto. Si no es posible ver esto, es debido a que existe un distractor, como es que acá el socio al que se le paga la regalía es el mismo Estado que debe recibir el impuesto. Pero si uno diferencia a qué título se paga cada obligación, la perspectiva se torna más clara. Y parece más clara aún si se hace un ejercicio intelectual: si por un momento imaginamos que la explotación de los recursos la realiza una sociedad o asociación, y que hay otros socios además del socio Estado, ¿estaríamos dispuestos a aceptar que es un costo o gasto no solo la participación del Estado, sino también la de los socios en el producto de la explotación?


Creo que no. Es difícil decir que la repartición entre socios o asociados, de los productos de la explotación, tenga necesariamente que concebirse como una expensa. Parece entonces que, si concebimos las regalías de esta forma societaria o asociativa, ya su deducibilidad resulta poco clara, por no decir equivocada.


Contra esto podría plantearse una objeción seria, y es que el Estado impone las dos obligaciones (la regaliana y la tributaria) y es el receptor de ambas. Así, incluso si se concibe a las regalías según la teoría societaria o asociativa, es imposible no darse cuenta de que la norma radicaba en el mismo sujeto, y respecto de una realidad, dos obligaciones patrimoniales a favor del Estado, lo cual puede valorarse como una especie de injusticia (como dijo el ex ministro Hommes, es meter dos veces la cuchara estatal en el mismo frasco). Entonces podría aducirse, según esta objeción, que, así como el Estado intenta evitar, por razones de justicia, que haya doble tributación en otras áreas económicas, debería evitar también en este caso la doble imposición de obligaciones patrimoniales (una tributaria y otra regaliana).


Pese a que esta objeción es seria, pasa por alto que el problema de justicia o injusticia de un tributo no puede sesgarse de una manera selectiva, para aplicarse a solo una parte de la realidad tributaria, que desintegre el contexto más amplio en el cual se inserta. Si bien la objeción de doble cucharada representa un problema inicial de injusticia tributaria, lo importante es ver si esa injusticia prima facie se compensa por otras razones o medidas del ordenamiento fiscal. Así, en este caso el impuesto está diseñado para ofrecer justicia en otros de sus ángulos, ya que por una parte, el impuesto que comprende las regalías está pensado para incrementar en el corto plazo el recaudo fiscal, que es un elemento esencial en la justicia tributaria (la eficiencia), y por otra se trata de un impuesto frente a ingresos por actividades que implican el agotamiento del capital natural, y su efecto puede ser tornar esta actividad más gravosa fiscalmente, de modo que busca contribuir con la justicia ambiental (así esto tenga otras repercusiones en crecimiento, por ejemplo).


La concepción “societaria” de las regalías y las premisas de justicia que acabo de mencionar pueden ser discutibles, pero evidencian, en mi criterio, que la disposición examinada no necesariamente implicaba la imposibilidad de deducir un costo o gasto, sino que limitaba la posibilidad de deducir el pago que se hace a un socio o asociado, lo cual es perfectamente comprensible. Si de verdad el legislador tenía un margen amplio de configuración de las normas tributarias, como lo dice la Corte en el comunicado, esta interpretación de las regalías sólo podía descartarse en caso de ser absurda o irrazonable. Pero en mi concepto no hay nada de absurdo o irrazonable en ella. Por ende, no veo por qué la Corte tenía que acoger necesariamente la tesis de las regalías como precio en una relación sinalagmática.


Segundo desacierto. La fundamentación discutible de la supuesta infracción de la equidad horizontal. La Corte tuvo que resolver un problema complejo de equidad horizontal, por cuanto la norma introducía fórmulas diferentes para calcular la renta a pagar, según si las regalías se cancelan en dinero o en especie. Resultaba entendible que hubiera fórmulas distintas para cada tipo de pago, pero en vista de la diferencia de fórmulas, los defensores del precepto debían asegurar que ambas arrojaban resultados tributarios similares para sujetos con igual capacidad de tributar (con igual renta). Si las dos fórmulas no arrojaban una cifra tributaria equivalente, para sujetos pasivos iguales en renta, eso significaba que había un trato en principio inicuo en el plano horizontal, pues proporcionaba una diferencia regulatoria para contribuyentes con capacidades de pago semejantes. Pero ese trato diferenciado no significaba la inconstitucionalidad del precepto, pues la jurisprudencia ha reconocido que un trato diferenciado se puede justificar si persigue adecuadamente fines legítimos. Este es el test de equidad horizontal. Por tanto, lo que tenía que examinar la Corte era si se cumplía ese test.

 

Según el comunicado, en esta ocasión la diferencia de trato entre pagadores de regalía en dinero y en especie sí conducía a resultados tributarios distintos, incluso para sujetos pasivos con la misma capacidad contributiva. Por lo cual debía hacerse un test de equidad horizontal. Al hacer el test, la Corte señaló que la norma tenía ciertos fines legítimos, pero que la medida legal no era idónea para alcanzarlos, pues está prohibida por la Constitución. Y aquí es donde surgen los problemas, en tanto la Corte expresamente declaró que el tratamiento disímil estaba prohibido porque “no se sustenta en la capacidad contributiva de los obligados”.


Pero este fundamento de la decisión me resulta difícil de comprender. ¿Qué quiere decir que un trato disímil está prohibido si “no se sustenta en la capacidad contributiva de los obligados”? Pongámoslo en sentido positivo: una diferencia de trato entre sujetos pasivos iguales debe sustentarse en su capacidad contributiva. Sin embargo, si su capacidad de contribuir es igual, ¿en qué puede fundarse entonces la diferencia de trato? Creo que aquí la Corte se confunde, pues una diferencia de trato entre sujetos con igual capacidad de pago tendría que basarse en un factor adicional o independiente de la capacidad contributiva. Pero pensemos por un momento en que la Corte quiere decir exactamente lo que dice, y que su idea es que las únicas diferencias legítimas entre sujetos pasivos son las que se fundan en su desigual capacidad contributiva. Si este es el argumento de la Corte, resulta un sinsentido, en la medida en que dice que, para tratar de modo diferente a dos sujetos económicamente iguales, tiene que demostrarse que son económicamente… desiguales. Es decir, tiene que demostrarse algo imposible.


Además, si entre dos sujetos sólo puede haber diferencias regulatorias cuando tengan capacidades contributivas disímiles, y no cuando cuenten con una capacidad similar de tributar, entonces la equidad horizontal no sería un principio sino una regla, y no podría ponderarse jamás: nunca podría haber diferencias de trato tributario entre sujetos con igual capacidad de contribuir al tesoro, no importa cuáles sean sus fines ni si es idónea para alcanzarlos. No solo sería innecesario hacer el test de equidad horizontal, sino que además resultaría imposible.


Por último, según mi conocimiento, no es cierto que la Constitución prohíba introducir diferencias entre sujetos iguales en su capacidad de contribuir, con base en criterios distintos a su capacidad contributiva. Por ejemplo, dos sujetos con una misma renta podrían ser obligados a tributar en cuantías significativamente diferentes, si el legislador introduce deducciones especiales aplicables a solo uno de ellos, no por su mayor o menor capacidad de contribuir, sino porque hizo una inversión en un determinado ámbito de la economía que la democracia desea incentivar en determinada coyuntura. Con fundamento en esa deducción especial, dos sujetos con una misma renta podrían tributar distinto en su impuesto de renta, si uno de ellos hizo inversiones estimuladas por el legislador, mientras el otro no (y no contaba con otra deducción especial equivalente). Ahí, la diferencia de trato no se justifica en la capacidad contributiva de los sujetos pasivos, sino en la destinación de sus inversiones.


Por ende, sin desconocer la complejidad de este asunto, no era razonable que la Corte concluyera que la previsión legal vulneró la equidad horizontal por emplear un medio prohibido. Quizá existan otras razones que la Corte expondrá en el fallo, o tal vez la cortedad de un comunicado (paradójicamente extenso) le impidió a la mayoría desarrollar todos sus argumentos. Pero, en mi concepto, el motivo que invocó la Corte en el comunicado para declarar la norma como horizontalmente inicua no es admisible, habida cuenta de que no se deduce de la Constitución que esté prohibida una diferencia de trato entre sujetos iguales cuando no se sustenta en la capacidad contributiva de los obligados: el orden constitucional admite diferencias de trato fundadas en otros criterios.


Tercer desacierto. La incomprensible argumentación sobre un presunto desconocimiento de la equidad vertical. La Sala Plena, en una forma verdaderamente inusual, y yo diría peligrosa, aplicó el principio de equidad “vertical” al examen de constitucionalidad de una sola disposición tributaria, aplicable a un selecto grupo de sujetos pasivos (quienes explotan recursos naturales no renovables). Según el comunicado, la disposición vulneró la equidad vertical porque no admitía deducir un costo o gasto y, en esa medida, desconocía la capacidad económica del sujeto.

En este punto pueden residir, a mi juicio, los dos más preocupantes problemas de la decisión. (A) De un lado, la equidad vertical (progresividad tributaria) es un principio exclusivo del sistema tributario como un todo, y no de cada uno de los elementos singulares o partes que lo conforman. Extender la progresividad tributaria a una sola norma tributaria, de un solo impuesto (el de renta), que grava a un reducido número de sujetos pasivos, equivale a una falacia de la composición, ya que pretende predicar del todo, algo que solo se puede decir de la parte. (B) De otro lado, en realidad ni siquiera se puede predicar la supuesta iniquidad vertical de la parte (es decir, de la norma), en la manera como lo presenta la Sala Plena. Porque no es cierto que impedir la deducción de las regalías afecte la capacidad contributiva del sujeto pasivo, debido -según la Corte- a que este no es un ingreso patrimonial.


De nuevo, veamos esto parte a parte.


(A) La progresividad es un principio del sistema, no de cada regla tributaria singular


La Constitución contiene, entre otros principios tributarios, dos que en apariencia se asemejan, pero que en verdad son diferentes: uno es el de equidad y otro el de progresividad tributaria. La Corte, para efectos de síntesis didáctica, a veces dice que el principio de equidad es equidad horizontal (igualdad entre iguales en capacidad contributiva) y que la progresividad es equidad vertical (desigualdad entre desiguales en capacidad contributiva). Pero en últimas, cuando emplea esta terminología, la Corte está hablando, respectivamente, de los principios de equidad, por una parte, y de progresividad tributaria, por otra. Mientras la equidad (equidad horizontal) en el campo tributario implica que sujetos con capacidad contributiva similar deben asumir cargas tributarias semejantes, la progresividad tributaria (equidad vertical) significa que quienes tienen mayor capacidad contributiva deben contribuir en mayor proporción que quienes tienen una capacidad inferior.


La equidad (equidad horizontal) se puede examinar tributo por tributo, elemento por elemento, norma por norma, porque la Constitución no establece una restricción que lo impida. Tiene entonces sustento decir: “el artículo N es inconstitucional porque viola la equidad (horizontal)”. En cambio, la progresividad tributaria no es un principio de cada tributo, elemento o precepto tributario, sino del sistema tributario como un todo, como lo precisa el artículo 363 de la Constitución. En principio, no tiene sentido decir a secas que “el artículo N es inconstitucional porque es regresivo (viola la progresividad o equidad vertical)”, sino que, para fundar la inconstitucionalidad del artículo en el principio de progresividad tributaria, habría que mostrar no solo que el artículo N es regresivo o contrario a la progresividad; además habría que probar que, a causa de esa regresividad, se torna regresivo o violatorio de la progresividad todo el sistema. Por eso desde la sentencia C-333 de 1993 la Corte ha dicho que, para declarar inconstitucional una norma en concreto por vulneración del principio de progresividad, es preciso acreditar que le agrega una dosis de “manifiesta regresividad” al sistema; es decir, una dosis muy alta que altera el sistema y lo convierte en regresivo o, incluso, en simplemente proporcional.


Esta no es una cuestión meramente formal, fundada en exclusiva en la literalidad de la Constitución, aunque se basa sin duda en ella. También tiene una explicación fiscal profunda y relevante. A menudo, el legislador tributario se sirve de tributos o normas tributarias que por sí solas tienen dosis de regresividad, pero que no alteran la progresividad del sistema, sino que paradójicamente la fortalecen, por cuanto resultan más eficientes y aseguran un mayor y más rápido recaudo fiscal, y un estado social de derecho más vigoroso. Por ejemplo, el IVA es un impuesto indirecto, con una dosis innegable de regresividad, porque sujetos con desigual renta o patrimonio acaban por pagar, en la adquisición de un mismo bien, tributos iguales. A menudo se justifica el IVA porque, a la larga, quienes tienen mayor capacidad contributiva consumen más, y por ende acaban por pagar más impuestos. Pero si se toma el pago que se hace bien por bien, resulta difícil negar que sujetos con capacidades contributivas desiguales pagan impuestos iguales. Sin embargo, esto no basta para descalificar la constitucionalidad del IVA, ya que es un tributo eficiente, que incrementa la recepción de caudales, y por ello es admisible en el sistema fiscal, a condición de que este, como un todo, cuente con otros elementos que compensen esa regresividad, por ejemplo con otros tributos directos y con una política económica progresiva de devolución para ciertas personas de escasos recursos.


La Corte entonces no podía aplicar el principio de progresividad, sin más, al examen de una norma tributaria en particular, que además regulaba un solo impuesto, para un grupo selecto y limitado de sujetos pasivos. Tenía que demostrar que esa supuesta regresividad del impuesto de renta, por gravar las regalías, le introducía una dosis elevada o de manifiesta regresividad al sistema. Pero eso no solo no se percibe en el comunicado, sino que además parecería forzado que se intentara acreditar en la sentencia.


Es verdad que la Corte evaluó, en el pasado, el esquema tributario de renta de ciertas normas individuales o de conjuntos muy pequeños de normas tributarias, y que las juzgó contrarias al principio de regresividad. Así ocurrió, por ejemplo, con la sentencia sobre las rentas exentas de ciertos altos funcionarios del Estado (C-1060A de 2001), con la sentencia del IVA del 2003 que gravaba bienes de la canasta familiar bajo algunas condiciones antidemocráticas (C-776 de 2003), con la imposibilidad de enjugar pérdidas fiscales en periodos anteriores en el CREE (C-291 de 2015) y con la sentencia sobre imposibilidad de deducir costos y gastos en la renta de los trabajadores independientes (C-120 de 2018).


Pero ninguno de esos casos es equiparable a este. En la sentencia sobre rentas exentas de ciertos altos funcionarios, la dosis de manifiesta regresividad provenía de un privilegio ominoso, de servidores con altos ingresos, que la Corte desmontó. Las sentencias del IVA a la canasta familiar, de la imposibilidad de compensar pérdidas fiscales en el CREE, y del impedimento de deducir costos y gastos en la renta de los trabajadores independientes detectaron una regresividad en gravámenes que recaían sobre una masa enorme de contribuyentes, y no sobre un preciso grupo, destinado a una actividad económica en específico. En el fallo sobre el impuesto de renta aplicable a los trabajadores independientes, además, se les impedía deducir cualquier costo o gasto, y no uno en específico. En cada uno de estos últimos casos, pues, la regresividad se predicaba de una norma o de unas pocas, pero tenía un ámbito de cobertura real inmenso, sobre universos muy amplios de contribuyentes, lo que permitía concluir que las normas le agregaban una dosis de manifiesta regresividad al sistema.


Eso no ocurre con el impuesto de renta a quienes pagan regalías. La supuesta regresividad del tributo -que no es tal, como he mostrado y mostraré a continuación- se aplica a un selecto grupo de inversionistas (que explotan recursos naturales no renovables), en un solo impuesto (el de renta), y no se les impide deducir cualquier costo o gasto, sino que solo se les restringe la posibilidad de deducir las regalías, que además no es claro que sean un costo o un gasto.


Al extender la equidad vertical hacia el examen de un tributo en particular, con las características que expuse, la Corte distorsiona el principio de progresividad. Resulta difícil prever cómo podrá la jurisprudencia mantener una regla así, no solo porque es contraria a la Constitución, al menos a mi juicio, sino además porque admite el estudio de progresividad tributaria respecto de tributos o elementos tributarios específicos, sin examinar rigurosamente sus efectos sobre el sistema. ¿Qué implicará esta jurisprudencia para el examen de impuestos a las ventas o al consumo, o para el análisis de ciertos elementos en otros tributos que tengan dosis de regresividad (como ocurría con la renta presuntiva en ciertos casos)?


(B) La progresividad no prohíbe que ciertos elementos de un tributo no consulten la capacidad contributiva, lo que proscribe la equidad es que el tributo como un todo no lo haga


La Corte tiene razón, en una parte de su decisión, cuando sostiene que los principios tributarios prohíben, en general, que el Estado grave a las personas más allá de su capacidad contributiva. El comunicado asocia esa prohibición al principio de equidad vertical o progresividad. Yo creo que esa adscripción no es correcta, pues se trata más bien de una exigencia de la equidad. Pero ese me parece un punto menor. Lo que quiero resaltar es que esa prohibición que se predica de cada impuesto o tributo como un todo, y no de los elementos singulares o de las reglas particulares que integran o componen el gravamen. Voy a explicar por qué.


Para ser equitativos, los tributos deben gravar realidades económicas indicativas de capacidad de contribuir y además deben contar con una base real. La jurisprudencia constitucional, con base en una caracterización muy interesante de Low Murtra, ha señalado que, debido a ello, los tributos deben gravar realidades tales como las rentas o el ingreso, la propensión al consumo, el patrimonio o la riqueza, o la propiedad (inmueble). En tal virtud, la Corte ha señalado que se vulneran los principios tributarios, con tributos que no gravan realidades como esas, sino otras que no revelan capacidad de pago (como ocurrió con el arancel judicial, C-169 de 2014). Pero, además, los tributos deben configurarse de tal manera que atiendan no solo en abstracto una realidad indicativa de capacidad de pago, sino que en concreto deben tener una base real en la capacidad contributiva del sujeto, a través de un procedimiento de determinación de la verdadera renta, consumo, patrimonio o propiedad del sujeto pasivo. Esto no impide crear presunciones, por ejemplo de renta, pero sí descarta que las presunciones sean absurdas y conlleven un desfase evidente, en el control abstracto, con la realidad del periodo gravable (como ocurrió con el patrimonio presuntivo creado en conmoción interior para el impuesto al patrimonio, C-876 de 2002).


Mientras se cumplan esas dos condiciones, y el tributo como un todo efectivamente grave una realidad concreta reveladora de capacidad contributiva, ciertos elementos o partes de la contribución pueden diseñarse sin necesidad de atender real o exactamente la capacidad de pago del sujeto, como ocurre por ejemplo con el impuesto de renta cuando aplica la renta presuntiva. En ese caso, el impuesto grava en abstracto una realidad reveladora de capacidad contributiva (la renta), y la presunción es válida en la medida en que no represente un desfase con respecto a la realidad general del periodo gravable.  Es indudable que, en un sistema como el de renta presuntiva, en la cual el Estado presume un monto de renta, los sujetos pasivos pueden verse obligados a pagar una renta superior a la que verdaderamente tienen, pero la Corte ha admitido esto, pues en últimas el impuesto como un todo no desconoce la capacidad de pago.


Cuando el impuesto de renta grava las regalías e impide deducirlas, no necesariamente niega la deducibilidad de una expensa, como he dicho, pues el pago de regalías puede concebirse como una participación que se le garantiza a un asociado a quien explota el recurso (lo que no es una expensa). Pero incluso si suponemos que es una expensa, en la forma de un gasto o costo, prohibir su deducibilidad no necesariamente implica que el tributo como un todo deje de consultar la capacidad de pago del contribuyente. Puede ser que ese elemento, singular y aisladamente considerado, no consultara la capacidad contributiva del sujeto (conclusión de la que discrepo), pero eso solo no implicaba que el impuesto como un todo tampoco lo hiciera, ya que puede haber otros ingredientes en el impuesto o por fuera de él que compensen esa situación. De un lado, la renta revela en sí misma la capacidad de pago de los contribuyentes. De otro, habría que ver en concreto si la rentabilidad de la actividad o la configuración de la tarifa no compensaban ese rasgo de la base gravable. Lo que se predica de la parte (la no deducibilidad) no necesariamente se puede predicar del todo. La Corte deberá demostrar, entonces, que a causa del gravamen sobre las regalías, todo el tributo –y no solo una parte de él—devenía inicuo pues los sujetos perdían capacidad contributiva. Para ello, no basta una afirmación, sino que se necesitan pruebas, pues lo que se dice no es que eventualmente ello ocurra, sino que ocurre actual y ciertamente.


¿Cuál es el precedente que deja esta decisión? Me aventuro a decir que, en adelante, si se mantiene esta postura, la Corte tendrá la facultad de evaluar pago por pago de un contribuyente, para determinar si es una expensa o no, y si, por consiguiente, genera un derecho a deducirlo de la base gravable, en el impuesto de renta y quizá en otros también (por ejemplo, si el pago de un crédito hipotecario debe deducirse o no es deducible de la base gravable del predial, etc.). Lo exigible ya no es -como creo que era- solo que el tributo como un todo consulte la capacidad de pago del sujeto, sino que también las reglas de determinación de la base gravable lo hagan. Por ende, los ciudadanos podrán demandar para invocar que un pago determinado es una expensa y debe deducirse de la base gravable. Si es correcta esta interpretación, ¿puede decirse, con rigor, que la Corte respeta su jurisprudencia, que le reconoce al legislador tributario un amplio margen de configuración? Honestamente, lo dudo.

 

III.          Perspectivas futuras


Aunque la decisión de la Corte presenta, hasta el momento, numerosos problemas constitucionales, quizá el efecto más visible para la colectividad es su impacto fiscal. El Gobierno no ha respondido a este problema, creo yo, con la idoneidad que se le exige. El presidente de la República, en una reacción temprana, señaló que la determinación obligaba a revisar el presupuesto de las ramas del poder público. Si de verdad el presidente cree que esta sentencia obliga a proceder de esa forma, es porque el impacto fiscal es grande. Pero entonces me pregunto por qué el ministerio de Hacienda no instaura un incidente de impacto fiscal (Ley 1695 de 2013), para que la Corte module la decisión y, por ejemplo, la difiera a uno o dos años, mientras el Gobierno compensa –con otras medidas—los recursos que faltarán a causa de la inconstitucionalidad del precepto. Eso, por no hablar de la nulidad, pues en mi concepto la Corte parece haber bases para decir que desconoció su propia jurisprudencia, en especial en materia de progresividad tributaria.



[1] Juan Camilo Restrepo. Hacienda Pública. 9ª edición. Bogotá. Externado. 2012. En esta obra, Restrepo explica que por un tiempo las regalías se pagaban dentro de una “dinámica sinalagmática”, en virtud de la cual el Estado otorgaba una concesión para la explotación de recursos naturales no renovables, y a cambio percibía unas rentas contractuales. Esta concepción acerca de la relación entre el Estado, los explotadores y los recursos del subsuelo desfavoreció las finanzas públicas, según restrepo. Luego, con los años, el presidente López Michelsen dictó el Decreto 2310 de 1974, conforme al cual abolió el régimen de concesiones y subrogó esa clase de vínculo por un “contrato de asociación”, de modo que participaba del producto de la explotación como una especie de asociado. Ver páginas 601.

martes, 14 de junio de 2022

Sobre la escritura jurídica

Una buena escritura jurídica presupone el dominio de ciertas técnicas, para alcanzar claridad, síntesis y belleza o elegancia. Las tres virtudes pueden estar relacionadas, pero es mejor analizarlas por separado, porque facilita encontrar lo que se requiere para obtenerlas. 


I. Claridad 


Para escribir con claridad se necesita al menos lo siguiente:


Uno: ante todo, hay que conocer y comprender bien la materia de la que se escribe. Horacio decía que “el principio y la fuente del arte de escribir bien es la sabiduría”. Quizá no sea necesario ser sabio, pero sí por lo menos comprender el campo sobre el que uno escribe, para tener algo para decir y entender lo que va a decirse. Algo así, sin embargo, no lo proporciona ningún curso de escritura. 


Dos: es necesario escribir correctamente, según las reglas de formación de las palabras y de las oraciones. No soy experto en esto, pero creo referirme a que un presupuesto de la buena escritura jurídica es conocer una gramática un poco superior a la básica. Saber cómo se construyen los tiempos, cómo se forma un plural, cómo se usan los puntos, las comas, los puntos suspensivos y los puntos y comas, entre otros. Aunque a veces creemos saber bien estas reglas, la verdad es que no es así. Pensamos saber usar bien el plural, hasta que tenemos que definir si escribimos le o les, lo o los, etc. Asumimos saber usar las comas y los puntos, pero las frases están llenas de comas entre el sujeto y el verbo, y los puntos seguidos escasean en los textos. Y así hay otros ejemplos. A veces, no aplicar bien estas reglas es irrelevante para la claridad, pero tener un mejor dominio del idioma contribuye a que escribamos mejor. No sobraría un curso de gramática con una selección bien pensada de lo que amerita un refuerzo. 


Tres: por último, para un estudiante es importante conocer buenos modelos de explicación. No se trata de simplemente darle reglas, sino de mostrarle prácticas que se consideren buenas formas de explicar algo. Por ejemplo, tal vez no todo el mundo comparta esta opinión, pero en mi formación era estimulante leer a Norberto Bobbio, por su claridad. Durante un tiempo quise descifrar qué hacía a Bobbio tan claro y encontré que tomaba primero una gran idea, y luego la desmenuzaba lentamente, a veces la exponía más de una vez con distintas palabras, y luego recogía esos elementos de nuevo para exponerlos como un todo. Tal vez fue Aristóteles quien dijo que un buen orador -y en general un buen expositor- se parece a la nana de un bebé: le tritura los alimentos para convertirlos en papilla y facilitarle la ingestión. La idea es que los estudiantes sean introducidos a las técnicas de explicar algo sencillamente. 


II. Síntesis 


La síntesis se relaciona con la claridad, pero son atributos distinguibles. Puede haber textos a la vez claros y, para algunos, demasiado extensos. Pienso en grandes novelas magníficas o en tratados brillantes. A menudo, sin embargo, la falta de síntesis incide en la oscuridad de un escrito, porque la claridad en los textos (jurídicos) es un atributo no solo interno al escrito, sino también social o intersubjetivo: soy claro si los demás me pueden entender sin dificultades especiales, y dejo de serlo si esas dificultades representan una barrera en la práctica. Con los escritos demasiado largos, el lector se fatiga y pierde en ocasiones la concentración o la paciencia para captar o hilar las ideas escritas. Por eso la síntesis incide en la claridad. Pero no es solo por claridad que los escritos deben ser sintéticos, sino además por la economía del lector y por el respeto a su tiempo. Para que haya síntesis en la escritura, hay que pensar al menos en cuatro cosas. 


Primero, la función o el sentido de un párrafo. Mi hipótesis es que un factor de fracaso de un escrito es la falta de una concepción funcional clara acerca de lo que hace un párrafo en un texto. No tener una buena teoría sobre los párrafos lleva a menudo a que los textos se vuelvan repetitivos, o a que los argumentos queden incompletos, o a que el lector tenga que juntarlos como en una especie de rompecabezas. Todos podemos estar de acuerdo en que un párrafo es cualquier conjunto con sentido de oraciones. Pero esa definición mínima no nos orienta bien cuando queremos escribir brevemente. Necesitamos tomarla y construir sobre ella una concepción propia y adecuada para lo que buscamos. Por ejemplo, yo creo que un párrafo es un conjunto de oraciones que idealmente agota una gran idea, un argumento, o una buena parte de un episodio. Esta concepción ordena el texto y evita redundancias. Es una ortopedia contra la verborrea. Como un párrafo agota la idea o el argumento, ya el próximo párrafo tiene que tener otra idea u otro argumento. Eso a veces hace que los párrafos sean demasiado largos y que deban quebrarse. Pero al menos hay una distribución más consciente en varios párrafos.


Segundo, los textos jurídicos comúnmente consisten en trabajar con textos de otros, que debemos unir a los nuestros. Necesitamos citar y extraer ideas o conclusiones de la ley, la jurisprudencia, la demanda, un contrato, etc. Buena parte de los problemas de extensión, oscuridad y debilidad de los escritos jurídicos proviene de la falta de técnica sobre cómo traer textos de otros a los nuestros, para interpretarlos e insertarlos en una estructura fluida, propia y fuerte. Hay que pensar no solo en cómo citar o parafrasear, sino también en qué citar, en cuándo hacerlo, en cuánto citar y en cómo hilarlo todo. Un mal escritor junta muchas citas, resulta incapaz de articular una idea propia en medio de una cantidad asfixiante de textos ajenos, y no logra construir algo robusto a pesar de tener el concurso de muchos otros. Deberíamos contar con una formación generalizada acerca de cómo lidiar con maestría, en un texto escrito, con lo que han dicho los otros.


Tercero, también es importante pensar en la estructura general de todo un texto. Qué va primero, qué va de último, qué hay en el medio y cómo debe ir cada cosa. A veces, puede ser difícil comprender un escrito, porque quien lo hizo cree que siempre se debe empezar “desde el principio” o “desde lo más general” para llegar al final o a lo más particular. Y resulta que no. Hay modelos narrativos o argumentativos que ofrecen alternativas. Cuando uno empieza a contar una historia muy larga desde el principio, sin ningún tipo de técnica narrativa, o cuando comienza a explicar una gran estructura argumentativa desde lo más general, el lector tiene que tardar a veces mucho tiempo de lectura para entender de qué se trata la historia o para comprender la trama argumental. Y en algún punto podemos perderlo, en detrimento de la comprensión de lo escrito. Empezar desde el principio quizá funcione en ciertos ámbitos, pero no somos Poe, ni nuestros textos son narrativas de consumo como las novelas policiacas. Escribir o leer sobre derecho debe ser un ejercicio de consciencia de la escasez de tiempo y de paciencia del lector.


Finalmente, hay que hacer un mínimo proceso de edición. Lo ideal es que otra persona revise lo que uno escribe, pero eso no siempre es posible. Cuando no lo es, uno mismo debe hacerlo. No solo para corregir errores, sino además para buscar síntesis. Bertrand Russell cuenta que después de escribir algo, lo volvía a leer para suprimir palabras innecesarias o remplazarlas por otras más cortas. Si uno es capaz de hacer eso a sangre fría con sus propios textos, su longitud se reduce así sea un poco y contribuye a la brevedad. 


III. Estética 


En cuanto a la belleza o el estilo, es difícil transmitir un único modelo como el correcto. La idea no es castrar la diversidad estética, pero sí comunicar la necesidad de mantener alerta la consciencia del estilo. Yo diría que, para lograrlo, hay que enseñar que es posible la belleza jurídica a través de diferentes estilos, y mostrar que también puede lograrse mediante palabras comunes y, ojalá, cortas. En nuestro medio, hay una tendencia a utilizar palabras arcaicas, o estructuras barrocas, saturadas de detalles, así como a recurrir a metáforas extravagantes. Cuando apenas me formaba como abogado, sentí enorme atracción o fascinación por ese lenguaje adornado y extraño. Pero ahora me siento saciado por palabras tan artificiales, por estructuras tan difíciles, que distan mucho de las que usamos en forma oral. 


No quiero equivocarme: hay que usar los diccionarios, entender las palabras y encontrar sinónimos. El lenguaje es un instrumento exuberante. Pero la idea es cultivar una práctica en la cual los escritos no se diferencien exageradamente de como hablamos. El lenguaje oral es obviamente distinto del escrito. Sin embargo, tiene algo que enseñarle a este sobre claridad. No es escribir como hablamos. Es innegable que el lenguaje escrito tiene algo especial. Y el jurídico escrito tiene, además, una técnica, unas palabras que no es correcto remplazar por otras. Pero eso no quiere decir que tengamos que buscar palabras o formas de expresión rebuscadas para aparentar que todo es técnico. La técnica es una barrera entre los abogados y las demás personas, y por eso debemos tratar de no incrementarla innecesariamente. Schopenhauer decía que los escritores alemanes debían pensar como un gran espíritu, pero escribir con el lenguaje de todo el mundo. Era una admonición contra las grandes palabras aparatosas. Nosotros debemos pensar como grandes abogados, pero tratar de que nuestros escritos jurídicos hablen el mismo lenguaje de todo el mundo, hasta donde sea posible. 


IV. Repetición 


Finalmente, nada de esto es suficiente, sin un trabajo constante. Voltaire pensaba que la facilidad en la exposición era en ocasiones fruto del genio o del esfuerzo. Si no somos genios, para escribir bien se necesitan entonces técnicas, pero además práctica, repetición, esfuerzo. Escribir es un oficio que solo mejora con el repetido ejercicio de ensayar y corregir. John Stuart Mill cuenta que sus libros siempre los escribía dos veces: primero en borrador y luego empezaba desde cero a escribirlos de nuevo, tomando del borrador inicial solo algunas frases o fragmentos vigorosos o bien logrados. Eso les daba precisión a sus producciones. No basta, pues, ningún curso de escritura, si no se hace un continuo esfuerzo por escribir bien.