Dos hechos hicieron especial la actividad de la Corte
Constitucional en el 2017. Uno, el cambio de la mayoría de magistrados: cinco
de sus nueve integrantes terminaron periodo y fueron remplazados.[1]
Dos, el comienzo de la etapa de control sobre la implementación del acuerdo
final con las FARC.[2] Es
entonces importante hacer balances anuales sobre el funcionamiento de la Corte,
pero más del año que acabó, por dos razones. Primera, porque estamos ante una
Corte nueva y con mucho tiempo por delante, y un balance oportuno facilita prever
lo que vendrá. Segunda, porque esta Corte ha decidido la suerte de solo parte
de la implementación, y aún quedan por controlar actos importantes como la ley
de amnistía, el proyecto de ley sobre la JEP, y el decreto sobre la Comisión de
la verdad. Un balance sobre el control de la paz en el periodo que pasó
facilita un diálogo sobre las tareas relacionadas que depara el futuro
inmediato. Es entonces pertinente preguntar ¿qué balance podemos hacer del
control de la implementación del acuerdo final en el 2017?
Mi balance es tentativo y tiene dos partes. La primera muestra que
en 2017 la Corte dejó dos grandes tendencias decisorias: una creciente relajación
en el control de los decretos dictados por el Presidente de la República para
desarrollar el acuerdo final, y una predominante (no absoluta) severidad con el
Congreso en el ejercicio del poder de reforma constitucional. La segunda parte
- casi una pregunta sin respuestas fáciles – sugiere que en 2017 la Corte insinuó
un proceso de cambio en la teoría constitucional que había informado la
jurisprudencia hasta 2016. A continuación expondré el balance, primero, del
control de los decretos ley, y luego del de las leyes y los actos legislativos
sobre la paz. Al final entonces esbozaré la hipótesis-pregunta, sobre si
asistimos a un cambio de teoría constitucional en la Corte.
I. El balance: dos
tendencias (des)encontradas
a. Primera tendencia: la
creciente relajación del control de los decretos ley
El control de los decretos ley dictados en el fast track tendió, con el tiempo, a relajarse (a debilitarse). En
la sentencia C-699 de 2016, que fijó los criterios para activar el fast track tras
la victoria del NO en el Plebiscito, la Corte admitió las facultades
extraordinarias concedidas al Presidente para asegurar la implementación del
acuerdo. Pero no pasó por alto los riesgo de exceso en el ejercicio de estas facultades,
y por ello declaró constitucional la habilitación extraordinaria con la
condición de que los decretos expedidos en virtud suya respetaran –entre otros
requisitos - una serie de condiciones estrictas
de competencia (como la reserva “estricta”
de legalidad, la conexidad “estricta”,
y la necesidad “estricta” –este
lenguaje es de la Corte). Entre esas condiciones, la que despertó más
controversias y es la clave de interpretación de la actividad de la Corte en 2017
fue la “estricta necesidad”.
Según la sentencia C-699 de 2016, en virtud del principio de
estricta necesidad el Presidente podría ejercer las facultades “solo en circunstancias
extraordinarias, cuando resulte estrictamente necesario apelar a ellas en lugar
de someter el asunto al procedimiento legislativo correspondiente”, “lo cual
supone que sea necesario usarlas en vez de acudir al trámite legislativo ante
el Congreso”. Como se observa, era un requisito muy exigente, sin
precedentes -creo yo – en el control de
los decretos ley (adelante explicaré su razón de ser). Al comienzo de 2017, la
Corte controló celosamente esta condición, y fue fatal para muchos decretos,
mas no para las facultades pues no la anuló. Sin embargo, con el tiempo, la
fuerza de este principio decreció hasta ser prácticamente inocuo al final de
2017.
En efecto, en la sentencia
C-160 de 2017, la Corte controló por primera vez un decreto ley dictado en
ejercicio de estas facultades y lo tumbó, en parte, por falta de estricta
necesidad. El decreto cambiaba la adscripción de la
Agencia de Renovación del Territorio: de estar en el Ministerio de Agricultura
pasaba al Departamento Administrativo de la Presidencia. Según la Corte, no era claro
por qué resultaba “urgente e imperioso” usar las facultades extraordinarias
para re-adscribir esa Agencia, y no era posible usar el trámite parlamentario
para el mismo efecto. Esta decisión dejaba entonces la impresión de que la
Corte iba a hacer un control estricto de la necesidad de las facultades. Esa
impresión, me parece, se mantuvo tras los siguientes dos fallos de revisión de
decretos ley, pese a que no los tumbaron –ni siquiera parcialmente- por
problemas de necesidad. En las sentencias C-174 y 224 de 2017, la Corte revisó
respectivamente un decreto que regulaba el trámite de control constitucional de
los actos fast track, y otro que
creaba una comisión de garantías de seguridad para líderes
sociales. Si bien la Corte declaró inexequibles ciertos apartados de esos
decretos, la razón no fue la estricta necesidad. La urgencia de estos decretos era difícilmente discutible, pues se
necesitaba un procedimiento especial desde el día cero para controlar los actos
fast track, y los atentados contra
líderes sociales han requerido respuesta desde hace dos años. Por eso, pese a no
encontrar problemas de necesidad estricta en estos decretos, la Corte mantenía
vigente la rigidez del principio aunque aclaraba que el mismo no anulaba las
facultades.
Luego, esta impresión de un control muy juicioso y estricto se
ratificó en el control de los dos decretos siguientes. En las sentencias C-253
y C-289 de 2017 la Corte declaró inexequibles, respectivamente, parte de un
decreto y la totalidad de otro, tras comprobar que no respetaban el requisito
de necesidad estricta. En la sentencia C-253 de 2017, la Corte tumbó parcialmente
un decreto, cuya parte declarada inexequible preveía que los excedentes y rendimientos
financieros de cada ente territorial que estuvieran en el Fonpet y sobraran una
vez cubierto su pasivo pensional, debían ser girados al Fondo Nacional de
Regalías para cubrir el valor total de las obligaciones que tuvieran dichos
entes con el Fondo Nacional de Regalías. Era tal vez urgente conseguir recursos
para implementar del acuerdo, pero no era claro que fuera urgente obtenerlos
por esta vía, y por eso la Corte declaró inexequible en lo pertinente el
decreto, pues no era estrictamente necesario el ejercicio de las facultades.
Tras esto vino la que, en mi concepto, fue una de las decisiones más
interesantes, en la sentencia C-289 de 2017 (comunicado de prensa), pues tumbó
también todo un decreto que contemplaba un régimen expedito de contratación
para la erradicación de cultivos ilícitos, sobre la base de que no era
estrictamente necesario, en tanto había ya en la ley de contratación opciones
homólogas, y no se demostró que fueran inadecuadas o insuficientes. Estábamos,
pues, en presencia de un celoso escrutinio del principio de necesidad estricta.
¿Continuaría la Corte esta tendencia activa?
Desde enero de 2017 hasta mayo,
cuando se expidió la sentencia C-289 de 2017, de 5 decretos controlados 2
fueron declarados totalmente inexequibles, 1 inexequible parcial pero
sustantivamente, y 2 exequibles con inexequibilidades tangenciales. El
detonante de la inexequibilidad en los tres primeros casos fue esencialmente la
estricta necesidad. Luego de expedirse la sentencia C-289 de mayo de 2017, sin
embargo, la Corte revisó 20 decretos ley, y no tumbó ninguno por falta de
necesidad estricta. Es más, 13 de ellos fueron declarados totalmente
exequibles; solo 1 fue declarado inexequible en su totalidad (C-331 de 2017);
solo 3 fueron declarados inexequibles parcial y tangencialmente (C-527, 569 y
570 de 2017), y los 3 restantes tuvieron únicamente condicionamientos –en
general no trascendentales - (C-535, 570 y 644 de 2017). Lo cual sugiere que en
2017 el control constitucional se fue haciendo cada vez menos estricto con el
poder legislativo extraordinario del Presidente. Podría objetarse que esa
tendencia no es tan marcada según estos datos, pues desde mayo se advierte que
la Corte en al menos 7 de 20 casos tomó decisiones de inexequibilidad o
exequibilidad condicionada. Pero el punto es que esterilizó el principio de
estricta necesidad, con el vigor del cual el control habría sido realmente intenso.
Cabe preguntar ¿a qué se debe, pues, la decreciente intensidad del control?
Sin duda, un factor que explica este
decaimiento en el vigor del control es que la Presidencia de la República
aprendió de la experiencia. Tras las primeras decisiones tumbando decretos por
falta de estricta necesidad en el ejercicio de las facultades extraordinarias,
quizás la Presidencia dejó de expedir decretos no ajustados a la Constitución,
definitivamente reforzó la defensa de los ya expedidos, y sofisticó las
motivaciones de los decretos por venir. Así, en la gran mayoría de decretos ley
controlados desde mayo, las motivaciones explícitas de cada decreto intentan demostrar
la reserva estricta de ley, la estricta conexidad y la estricta necesidad de
las facultades. Es entonces claro que la factura de los decretos y su defensa
ante la Corte contribuyó a forjar esa evolución. ¿Pero es esta la única explicación
de esta evolución?
No lo creo. Desde junio de 2017 cambió
la conformación de la Corte. En la primera sentencia sobre estos decretos (C-160
de 2017), los magistrados Alejandro Linares, Antonio Lizarazo y Alberto Rojas,
discreparon de la mayoría en la aplicación de la estricta necesidad. Hasta
mayo, sin embargo, eran minoría. A partir de entonces empezó a reconfigurarse
la Corte. Llegaron paulatinamente los magistrados Carlos Bernal y Cristina
Pardo, Diana Fajardo y José Fernando Reyes, y al menos los tres últimos se
unieron a Linares, Lizarazo y Rojas en su crítica a la estricta necesidad. Conformaron
entonces una mayoría fuerte que respalda una visión crítica de la estricta
necesidad. Este grupo de magistrados empezó a criticar la estricta necesidad,
en salvamentos y aclaraciones de voto, por ser una figura de creación
jurisprudencial, por estrangular el poder legislativo extraordinario, por no
tener en cuenta que en la implementación todo es urgente, y porque no se ha
hecho una interpretación razonable de sus alcances. Si bien esta mayoría no ha
cambiado expresamente –que yo sepa – la jurisprudencia sobre la estricta
necesidad, sí parece haberla neutralizado. Y ya sin una aplicación celosa de
este principio, el control se ha relajado lo suficiente como para dejar pasar
buena parte de los decretos. La evolución es entonces, también, causada por el hecho
del cambio en la conformación de la Corte.
Se me podría objetar que si la
Corte no encontró en los decretos una violación de la estricta necesidad, no
fue por un cambio ni explícito ni subrepticio de jurisprudencia, sino porque en
realidad las facultades eran estrictamente necesarias y los decretos se
ajustaban por tanto a la Constitución. No dudo de que en varios casos los
decretos habrían sobrevivido incluso a la jurisprudencia más severa sobre
necesidad estricta. Pero no estoy convencido de que así haya ocurrido con
todos. No voy a hacer un examen de todos los decretos examinados, pues sé que
hay casos claros en que la estricta necesidad se respetó, y hay otros muy
discutibles. Sin embargo, también hay fallos en los que la Corte hizo un
control híper débil de estricta necesidad, como en las sentencias C-565 y C-570
de 2017. La primera revisó el Decreto ley 884 de 2017, que regulaba la
elaboración y adopción de un plan nacional de electrificación rural, y la
segunda revisó el Decreto ley 890 de 2017, que regulaba también la elaboración
y ejecución de un plan nacional, aunque de construcción y mejoramiento de
vivienda social rural. En ambas decisiones la Corte decidió que los decretos
respetaban el principio de estricta necesidad, pero con argumentos que no son
convincentes.
En efecto, estos decretos crearon
medidas llamadas a aplicarse en el futuro inmediato y en el largo plazo (en
dos, cuatro o más años). El primero le asigna al Ministerio de Minas y Energía
la facultad de elaborar y adoptar el plan de electrificación “cada dos años”.
¿Por qué era urgente darle al Ministerio, de una vez, una competencia para
expedir un Plan de Electrificación en 2019 y 2021? Supuesto que fuera necesario
contar con un plan ya, ¿no podía dársele una competencia transitoria para
expedir un solo plan inmediatamente, y por un tiempo limitado, mientras se
sometía al Congreso la iniciativa para atribuirle la competencia permanente
para hacerlo? El segundo de los decretos mencionados le confiere al Ministerio
de Agricultura la facultad de formular el Plan Nacional de Construcción y Mejoramiento
de vivienda social rural, supuestamente para desarrollar el punto 1.3.2.3 del
Acuerdo, que tiene un plazo máximo de realización de 15 años (punto 1.3). ¿Era
estrictamente necesario facultar ya al Ministerio para hacer un plan definitivo
a 15 años? ¿Por qué no podía empezarse con un plan contingente para temas de
corto plazo (a un año), mientras se sometían los de más largo plazo al estudio
del Congreso? La Corte dice que ese plan –según el Acuerdo - debía ejecutarse
dentro de los próximos 5 años. Pero eso no es lo que dice el Acuerdo: lo que
dice es que “el plan marco debe garantizar los máximos
esfuerzos de cumplimiento de los Planes Nacionales en los próximos 5 años”, lo cual es distinto.
Lo que quiero mostrar es
entonces que la Corte ha ido debilitando el control al Presidente gracias a
diferentes factores, y entre ellos a la neutralización del principio de
estricta necesidad. ¿Había razones para relajar este principio? Quizás sí. Al comienzo pensé que la Corte podía incluso desmontarlo, pero ahora no estoy
seguro de que haya razones suficientes para neutralizarlo hasta el punto en que
se ha hecho. En realidad, parte importante de la justificación del principio de
estricta necesidad lo dio la Corte, en mi opinión, en
la sentencia C-174 de 2017, y esa justificación decayó a mediados del año pasado. En efecto, la delegación legislativa se ha justificado, en derecho
comparado y la tradición constitucional colombiana, en la necesidad de una legislación
expedita y tecnificada.[3]
El trámite parlamentario tiene virtudes democráticas pero también limitaciones,
por ejemplo, para lograr una legislación célere y técnica, pues los
procedimientos de deliberación y decisión hacen que el trámite a menudo sea
lento, y la pluralidad del Congreso puede menguar el rigor técnico de la ley.
En el trámite parlamentario fast track, sin embargo, estas dos limitaciones
desaparecían parcialmente. El Acto Legislativo 1 de 2016 agilizaba el
procedimiento de expedición de actos en el Congreso, al exigir solo tres y
cuatro debates según el caso, trámite preferencial, prelación en el orden del día y
votación en bloque; y además garantizaba la técnica (conformidad con el
acuerdo) gracias a la iniciativa gubernamental exclusiva y al control de
modificaciones por aval, lo cual le daba al Gobierno dominio sobre el texto de
las iniciativas y las proposiciones (mas no sobre su aprobación).
Pues bien, la sentencia
C-332 de 2017 –como mostraré- declaró inexequibles algunos elementos del fast
track, y liberó la presentación de proposiciones del necesario aval del
Gobierno, con lo cual medio destecnificó el fast track; y eliminó la exigencia
de votación en bloque, con lo cual lo ralentizó. Por tanto, parte de los
fundamentos del principio de estricta necesidad se desvanecieron con esa decisión.
Y esto justificaba relajar la estricta necesidad (quizás, por ejemplo, al punto
de invertir la carga de la prueba). Pero es difícil sostener que esa sola
decisión justifique desaparecer la estricta necesidad, pues el fast track
siguió siendo más célere que el proceso legislativo ordinario, y la técnica de
los actos parlamentarios puede garantizarse en parte con el control
constitucional (gracias a la conexidad). Además, la estricta necesidad se
justifica en la implementación por la importancia de atenuar el presidencialismo
del proceso de paz,[4]
y de proteger la democracia deliberativa en el Congreso. El Presidente tuvo un
papel dominante durante el proceso de paz, y si bien la sentencia C-332 de 2017
medio destecnificó y ralentizó el fast track, lo hizo solo para la mitad de su
vigencia, y el Presidente tuvo entonces, durante cerca de seis meses, poderes
significativos de coordinación con el Congreso para implementar el acuerdo. A
eso debemos sumarle que expidió 35 decretos ley especiales dentro de fronteras
amplias. ¿No será importante limitar este presidencialismo? Estamos ante un
escenario de paz, pero ¿no será necesario temer que esto pueda invocarse como
precedente para otro escenario de “paz” (así, entre comillas)? Por eso creo que
la estricta necesidad de las facultades no debería desaparecer, ni su fuerza
desvanecerse como hasta ahora.
En definitiva, el
énfasis quisiera ponerlo en que la jurisprudencia ha dejado una estela de
creciente relajación en el control del poder legislativo extraordinario del Presidente
en la implementación del proceso de paz. Esa tendencia por sí misma merece un
debate, pero esa necesidad es mayor si tenemos en cuenta que la Corte se ha
mostrado más severa con el Congreso, como paso a exponerlo enseguida.
b. Segunda tendencia: control severo al poder de
reforma constitucional
En contraste con la
primera, la segunda tendencia fue de predominante (no absoluta) severidad en el
control de las reformas constitucionales expedidas por el Congreso. En 2017 la
Corte revisó cuatro actos de implementación dictados por el Congreso: una ley y
tres actos legislativos. Los fallos de control de la ley y de un acto
legislativo (AL 2 de 2017) no merecen comentarios especiales. En ellos la Corte
no obró en mi opinión con indebida severidad hacia el Congreso, y su
orientación no contrasta con la primera tendencia. La Ley 1830 de 2016 simplemente
adicionaba un artículo transitorio a la Ley 5 de 1992, para en esencia
reconocer tres voceros de las FARC en cada Cámara del Congreso, y darles la facultad
de participar –sin voto – en los trámites de aprobación de los actos de
implementación del acuerdo. La Corte no encontró vicios de
inconstitucionalidad, y en mi concepto no los había, y declaró exequible la Ley
(C-408 de 2017). El acto legislativo 2 de 2017, por su parte, definía el status
y alcance jurídico de ciertas partes del acuerdo final, en términos poco
pretenciosos, como un parámetro de interpretación y referente de validez de los
actos de implementación, que deben respetarse de buena fe. La Corte declaró
exequible la reforma, e interpretó el alcance de sus términos de un modo
razonable (C-630 de 2017, sobre la cual hasta ahora solo hay un comunicado de
prensa). Pero hubo otros dos fallos en este periodo, las sentencias C-332 y 674
de 2017, en los cuales la Corte hizo un control estricto muy severo del poder
de reforma constitucional del Congreso, el cual marca un notorio contraste –sorprendente-
con la primera tendencia.
La decisión de la
sentencia C-332 de 2017, como dije, medio destecnificó y ralentizó el fast
track. La comenté en este mismo blog cuando apenas había un comunicado de
prensa, pero ahora hay sentencia. Reconozco que el texto de la sentencia es,
por supuesto, más persuasivo que el comunicado, y muestra que yo estaba
equivocado en algunos de mis puntos, aunque no en mi argumento central: esa
decisión extremó el test de sustitución de un modo inapropiado. No volveré
sobre ella en detalle, pero voy a sintetizar su punto central y su principal
problema. Según indiqué, el fast track permitía aprobar leyes y actos
legislativos en un procedimiento abreviado, en el cual el Ejecutivo tenía iniciativa
exclusiva y el poder de avalar o no los cambios a la misma, y las votaciones
debían hacerse en bloque y no artículo por artículo. La Corte señaló que esto
sustituía los principios de separación de poderes y autonomía del Congreso, en
tanto “desvirtúa[ l]as competencias de deliberación y de eficacia del voto de
los congresistas”, ya que radicaba más poder en el Ejecutivo del que
ordinariamente tenía en el procedimiento legislativo y de reforma
constitucional, y en cambio reducía el poder que regularmente ejercía el
Congreso en esos dominios, y por tanto desbalanceaba la relación entre las
ramas del poder. Con un procedimiento fast track con esas características,
según la Corte, la Constitución de 1991 era ya irreconocible.
El problema central de
esa decisión está en sostener que la Constitución de 1991 es irreconocible a
causa de una reforma transitoria, que esencialmente incorpora procedimientos
legislativos fast track que ya estaban en la Constitución original de 1991 (¡).
En este blog mostré, en una entrada de mayo de 2017, que hay una serie muy
amplia de materias donde hay iniciativa privativa del Gobierno, y en la cual
los cambios esenciales requieren aval gubernamental (la sentencia de la Corte
muestra que no son tantos como yo creía, pero que son muchos de todas formas).
En todos esos casos, el Congreso puede comprometerse a votar los artículos en
bloque, y no uno por uno. O sea, ya la Constitución permite que el Congreso por
acuerdo vote en bloque los articulados sobre materias que tienen iniciativa
exclusiva del Gobierno y exigencia de aval para modificaciones. Pues bien, eso
mismo hizo el Congreso, aunque de antemano, en el Acto Legislativo 1 de 2016,
al crear el fast track: dijo que la iniciativa para la implementación del
acuerdo durante un año estaría en cabeza del Gobierno, que los cambios a las
iniciativas debían contar con su aval, y que los proyectos se votarían en
bloque. Fue el Congreso, quiero insistir, quien libre y autónomamente se
precomprometió a ello, con miras a acelerar la implementación.
Pero no es solo que el
Congreso pueda ponerse de acuerdo para votar en bloque las iniciativas
reservadas al Gobierno. Es que la Constitución misma de 1991 le impone al
Congreso la carga de votar en bloque las leyes aprobatorias de tratados que no
tienen reserva, en las cuales la iniciativa privativa es también del Presidente
de la República como jefe de Estado. En ese caso, los congresistas no pueden
introducir cambios al texto del tratado, razón por la cual los proyectos de ley
regularmente se votan en bloque. Si esto ya está en el ordenamiento
constitucional, ¿cómo puede decirse que la Constitución es irreconocible por
incorporar un procedimiento similar? Dice la Corte que no es similar, porque en el
procedimiento parlamentario de aprobación de tratados que no admiten reservas
es posible proponer, votar y aprobar una moción de aplazamiento, que posponga
la votación para discutir y negociar los puntos inconvenientes del tratado. ¿Y
no era posible producir un efecto semejante a la moción de aplazamiento en el
fast track? ¿No era posible hacerlo, por ejemplo, con una votación negativa de
la mayoría del Congreso al bloque de artículos? Si no lo era, ¿no era posible
que la Corte preservara el fast track reconociendo la moción de aplazamiento
con una interpretación condicionante de la reforma? La Corte ha hecho
condicionamientos mucho más duros, e incluso ha rediseñado una reforma
constitucional (C-285 de 2016). Entonces, claro que sí podía introducir la
moción de aplazamiento, si la creía tan esencial para respetar la identidad de
la Constitución.
La Corte, al final, hace
una serie de distinciones entre lo que ya traía la Constitución original en
1991 para cuando había iniciativa privativa, aval y votación en bloque, y lo
que implicaba el fast track. Esas distinciones buscan probar un punto más
grande: que mientras en la Constitución original de 1991 los casos de
iniciativa gubernamental privativa, aval y votación en bloque eran la excepción,
con el fast track en realidad estos rasgos se convierten en la regla. Pero,
para empezar, las distinciones que demuestran ese punto más grande no son
sólidas. Por ejemplo, indica la Corte que los asuntos sobre los que hay reserva
de la iniciativa gubernamental son precisos y circunscritos, mientras el fast
track aplica a un amplio dominio de materias. Eso no es verdad, pues por
ejemplo los tratados –que tienen reserva de iniciativa- abarcan un dominio
impreciso de asuntos, mientras el fast track solo aplicaba a las materias del
acuerdo. Y como esa hay otras diferencias, insignificantes a mi juicio, que no
logran probar una distinción relevante entre el fast track y la Constitución
original. Pero la Corte tampoco demostró el punto más grande: no es cierto que
con el fast track lo excepcional se convierta en la regla, pues el fast track duró
solo un año, y por razones de tiempo no era posible implementar todo el
acuerdo, sino solo una modesta parte .
En cambio, lo que sí
prueba la decisión de la Corte es una preocupante tendencia expansionista de la
teoría de la sustitución para reducir el margen de configuración del Congreso
en la expedición de actos reformatorios de la Constitución.
Pero pasemos ahora a la sentencia C-674 de 2017 (comunicado
de prensa), que revisó la constitucionalidad del Acto Legislativo 1 de 2017,
sobre la JEP (Jurisdicción Especial para la Paz). También esta decisión –como
la anterior- refuerza la tendencia expansiva de la teoría de la sustitución,
hacia el incremento severo en la intensidad del control de las reformas dictadas
por el Congreso. La Corte tomó distintas decisiones en este fallo, pero todas
las resoluciones de inexequibilidad se fundaron en un presunto desbordamiento
de los límites de competencia del Congreso para modificar la Constitución. ¿Qué
significa que se desbordaron esos límites? Cuando la Corte declara que una
reforma sustituye la Constitución, dice que ya no estamos en presencia de la
Constitución de 1991 sino de otra distinta. Si bien el Congreso puede enmendar
la Carta de 1991, no puede sin embargo dictar otra Constitución, pues la de decretar
una nueva Constitución (Constituir un nuevo orden político) es función del
constituyente (una Asamblea Constituyente) y no de un poder constitutido, de
reforma o revisión, como el Congreso. En consecuencia, cuando la Corte decidió
que un grupo amplio de apartes del Acto Legislativo 1 de 2017 eran inexequibles,
la implicación es que con cada una se había creado una nueva y radicalmente
diferente e irreconocible Constitución, que no era ya la de 1991. Es importante
recalcar que este era el efecto, para percibir el nivel de intensidad en las
decisiones que tomó la Corte en la sentencia.
a) Víctimas. El principal reto de la Corte en este caso era armonizar
la reforma con los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia, la
reparación, y la no repetición. Había esencialmente tres problemas relevantes de
sustitución, relacionados con los derechos de las víctimas. (i) El Acto
Legislativo regulaba la responsabilidad de los superiores, por las atrocidades de
sus subordinados, de un modo que prácticamente anulaba la responsabilidad de
los primeros en diversas hipótesis. La Corte encontró que esto no sustitutía la
Constitución.[5]
(ii) El Acto Legislativo permite a los ex combatientes participar en política,
y ser electos a cargos de elección popular, antes, durante, y después de sus
condenas en la JEP, incluso si tienen condenas ejecutoriadas de la justicia
ordinaria por crímenes internacionales. La Corte esencialmente convalidó esta
regulación, pues al parecer no encontró en ella ningún problema, aunque dispuso
que cuando la participación se daba durante la fase de ejecución de las
sanciones, la propia JEP debía garantizar que la participación política no
fuera incompatible con el cumplimiento del castigo. (iii) Finalmente, la Corte
debía decidir si el incumplimiento de los deberes de contribuir con la
justicia, la verdad, la reparación y la no repetición, por parte de los
postulantes a la JEP, acarreaba la pérdida de beneficios, y la Corte señaló que
sí, aunque por ahora no es claro (pues no hay sentencia) si es la pérdida de
todos los beneficios o solo de algunos.
b) Fueros. La Corte señaló que no es posible cambiar ex post facto los
fueros de los altos funcionarios del Estado. Por ser un comunicado, las razones
aún no las conocemos. Pero del comunicado se infiere que la Corte, en primer
lugar, cuidó con mucho celo el fuero del Presidente de la República, al señalar
que si la JEP tiene información sobre hechos punibles atribuibles a quienes hayan ejercido
esa investidura, debe remitirla inmediatamente a la autoridad competente para
investigarlos, que es el Congreso. En consecuencia, dijo que sustituye la
Constitución, y hay una Constitución distinta, si la JEP conserva esa
información por un tiempo, para verificar si hay mérito para compulsar copias,
o para hacer averiguaciones ulteriores que sean relevantes para otras
investigaciones bajo su competencia. En segundo lugar, señaló que no puede cambiarse
ex post facto el fuero de los altos
servidores públicos, como magistrados de altas cortes, fiscal general,
contralor general, procurador general, defensor del pueblo, ministro, entre
otros, ni siquiera para los más graves crímenes internacionales, tales como
genocidio, crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra, o graves violaciones
a los derechos humanos como la tortura, o la desaparición forzada, entre otros.
En últimas, lo que sostiene la Corte es que los fueros, que son una excepción
al principio de igualdad ante la ley, son parte esencial de la Constitución, y
si se introduce una excepción (ex post facto) a su alcance para configurar la justicia de un
modo más igualitario, ya la Constitución, que tiene una vocación igualitaria,
sería irreconocible. Eso, en realidad, suena muy extraño.
c) Procurador. La Corte decidió que el Procurador no puede simplemente
ser invitado a participar en los procesos que adelanta la JEP, sino que debe
respetarse la configuración que ya trae Constitución para la participación del Ministerio
Público en los procesos. Esta debía entonces ser “discrecional, y atendiendo a los fines
[e]n función de los cuales se prevén estas funciones relacionadas con la
defensa de las víctimas y del orden jurídico”. Aquí la Corte en primer lugar
exagera al decir que la participación del Procurador en los procesos de
responsabilidad es un elemento esencial de la Carta. ¿Por qué esto es esencial?
¿Qué principios fundamentales se anulan o sustituyen si, en este contexto en
específico, el rol de la Procuraduría cambia? Parece que la Corte se
preguntara: ¿y sin la Procuraduría quién va a cuidar los derechos de las
víctimas y de los procesados? Para eso está el juez, como en todos los
ordenamientos constitucionales donde no existe la Procuraduría. Pero, además,
en segundo lugar, de hecho la Corte parece plantear en esta decisión que la
intervención de la Procuraduría en los procesos de responsabilidad es una
cláusula pétrea o irreformable, pues solo es posible tal como quedó en 1991, pese
a que la jurisprudencia había dicho de manera consistente que la Constitución
de 1991 no tiene cláusulas pétreas o de intangibilidad.
d) Tutela y Corte Constitucional. La tutela es un instrumento fundamental de la
Constitución, y su configuración es un elemento de su identidad. Pero una cosa
es la tutela, y otra la forma como la Corte la revisa. Sin embargo, en la
sentencia C-674 de 2017, la Corte declaró inexequible la norma que preveía que
las tutelas contra la JEP solo debían ser revisadas por la Corte si dos de sus
magistrados y dos magistrados de la JEP decidían de manera unánime que así
ocurriera. Para la Corte, la creación de este procedimiento diferente era como
dictar una nueva Constitución. Señaló entonces que la forma de revisar las
tutelas interpuestas contra la JEP no podía apartarse de la que ya consagraban
la Constitución y la ley. De nuevo, esta es una exageración, pues la
Constitución no prevé ningún procedimiento de revisión de las decisiones de
tutela. Lo que dice es, por el contrario, que debe ser la ley la que fije ese
procedimiento (art 241 num 9). Desde luego, ese procedimiento no puede ser de
cualquier forma, pero lo que había en el Acto Legislativo de la JEP era
razonable, pues aplicaba a un grupo definido de decisiones, por un tiempo
limitado (aunque amplio), y desde luego los magistrados de la JEP debían ser
imparciales e independientes frente a las decisiones cuestionada en la tutela. No
había en esto, la verdad, problema alguno de independencia o imparcialidad,
sino una mezcla de control interorgánico e intraorgánico. En la Corte
Constitucional, los magistrados a menudo deben decidir solicitudes de nulidad
contra decisiones de sus colegas, o incluso han decidido tutelas contra sus
colegas, y no puede decirse ex ante que ello constituya una grave infracción de
sus deberes judiciales.
e) Terceros y Agentes no Armados. Finalmente, la decisión en mi
concepto más delicada y difícil de entender, es la de declarar inexequible la
inclusión de terceros civiles y agentes estatales no combatientes del ámbito de
la jurisdicción obligatoria de la JEP, bajo el argumento de su derecho al juez
natural, y a la igualdad. Los efectos de esta decisión son evidentes: la JEP no
será el tribunal del conflicto, sino de los combatientes; no tendrá a su cargo
a los máximos responsables, a menos que hayan portado armas y combatido en el
conflicto; y su exclusión de la jurisdicción obligatoria de la JEP, reduce
–ojalá no sensiblemente – los instrumentos de investigación que se necesitaban
para una justicia integral respecto de quienes sí quedarán sujetos a esa
jurisdicción. Pero, además de en los efectos, el problema está en la
justificación de esta exclusión. La Corte da dos razones. Primera, que este
cambio ex post facto del juez de los terceros civiles y los agentes estatales
no armados anula su derecho al juez natural, lo cual sin embargo no ocurre con
los ex combatientes. Pero ¿cómo es que se les anula un principio a unos y no a
otros? Es cierto que esta justicia fue concebida en un acuerdo de paz entre el
Estado y las Farc, pero también la sociedad civil participó en el proceso de
refrendación. Y en todo caso, ¿por qué se les anula ese principio a unos
miembros del Estado y no a otros? Es difícil ver la consistencia de esta
argumentación, espero –aunque dudo – tal vez por estar en un comunicado.
Y la segunda razón que
nos da la Corte, es que los terceros “eventualmente” no tendrían los mismos
beneficios que los ex combatientes, pues no están cobijados por la amnistía o
la renuncia a la persecución penal. Pero
aquí la Corte parece haber cometido un serio error. Los terceros que quedaban
bajo la jurisdicción obligatoria de la JEP eran los que hubieran tenido
participación activa o determinante en la comisión de crímenes internacionales
como genocidio, crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra, o graves
violaciones de los derechos humanos, como torutra, desaparición forzada,
desplazamiento forzado, o acceso carnal violento. Los responsables de estos
crímenes, sean o no combatientes, no tenían derecho a amnistías, indultos, o
renuncias a la persecución penal, y por tanto no es cierto que los terceros
estuvieran en desventaja frente a los ex combatientes. Por tanto, la Corte lo
que hizo fue crear una distinción sobre la base de “eventuales” tratamientos
diferenciados en la ley, que ella misma habría podido controlar llegado el
momento.
Hay otras decisiones
problemáticas en la sentencia C-674 de 2017, pero no las voy a comentar. Sin
embargo, las relacionadas dejan claras tres cosas, en mi concepto. Primero, que
los derechos de las víctimas no son para la Corte la zona más sensible del
control, pues desestimó dos importantes y fundadas reivindicaciones de estos
derechos, como las atinentes al ajuste de la responsabilidad de mando, y la
participación política de criminales internacionales antes de ser condenados en
la JEP. Segundo, que el derecho a la paz - entendido como la preservación de la
integridad del acuerdo final y la necesidad de reformas - no es una clave decisoria
de la jurisprudencia, y esto explica que la Corte haya sustraído de la jurisdicción
obligatoria de la JEP a los terceros y a los agentes del Estado no ex
combatientes. Finalmente, que con esta sentencia se refuerza, como dije, la
segunda tendencia de la Corte en el año 2017, hacia incrementar la severidad
del control al Congreso cuando ejerce el poder de reforma constitucional. Tendencia
que contrasta, claramente, con el incremental respeto a las facultades
legislativas extraordinarias del Presidente de la República.
Y aquí debo señalar
entonces la preocupación central que deja este balance: las decisiones de
control de los actos legislativos sobre la paz en 2017, parecen incoherentes
con la práctica institucional de los 25 años anteriores. Hasta antes de las dos sentencias que comenté (es decir, hasta la
C-332 de 2017), la Corte tuvo que resolver cerca de 60 cuestionamientos contra
actos legislativos por desbordar los límites competenciales del poder de
reforma constitucional (sin contar casos de cosa juzgada). De esos 60 casos, solo
19 (aproximadamente) tuvieron fallo de fondo. Y de esos 19 casos con falló de
fondo, solo en 7 oportunidades la Corte declaró inexequible un acto
reformatorio de la Constitución por sustitución (en las sentencias C-1040 de
2005, C-588 de 2009, C-141 de 2010, C-249 y 1056 de 2012, C-285 y 373 de 2016).
Y eso, pese a que hasta diciembre de 2016 se habían expedido cerca de 42 actos
legislativos. Lo cual muestra que la Corte había tenido una seria deferencia
hacia la competencia del Congreso como poder de reforma constitucional. Lo que
ha pasado en el contexto de la implementación del proceso de paz, en el año
2017, es entonces sorprendente, pues de tres pronunciamiento en la misma área,
dos terminaron en decisiones muy severas de inexequibilidad, que dejan entonces
la misma impresión de exceso que el control sobre la reforma a la justicia en
el 2016. ¿Había buenas razones para declarar –parcialmente - inexequibles esas
reformas? Insisto en que lo dudo.
II. ¿Una nueva teoría constitucional?
Este balance tentativo
deja entonces una sensación de sorpresa. La Corte en diversas decisiones había
dicho que mientras mayor la legitimidad democrática de un acto, menor la intensidad
en su escrutinio judicial (por ejemplo, ver las sentencia C-673 de 2001 y C-720
de 2007). ¿No muestra el balance anterior una tendencia opuesta? Pocas personas
pondrían en duda que los actos legislativos tienen mayor legitimidad
democrática que los decretos con fuerza de ley, pues el Congreso es plural en
su conformación y deliberativo en su funcionamiento, mientras el Gobierno
Nacional no necesariamente lo es. ¿Será entonces que la Corte está invirtiendo
los valores que informaron la jurisprudencia constitucional, al ser más severa
con el Congreso que con el Presidente? No necesariamente. El balance, podría
decirse, aunque a primera vista parece paradójico, puede ser fruto de una coincidencia:
sencillamente los decretos se fueron progresivamente ajustando a la
Constitución, mientras las reformas constitucionales sobre la paz controladas
en el 2017 la sustituyeron, y por eso los primeros empezaron a declararse
exequibles, mientras las segundas tuvieron una suerte parcialmente opuesta. Sin
embargo, algo no cuadra en esta explicación. Como he señalado, no es cierto ni que
todos los decretos expedidos en el segundo semestre de 2017 fueran constitucionales,
ni que los actos legislativos declarados parcialmente inexequibles fueran
claramente inconstitucionales. ¿Cómo explicamos entonces este curioso balance?
Mauricio García parece
explicar las decisiones de la Corte sobre los actos legislativos como
resoluciones salomónicas en las que el juez hace grandes concesiones
pacificatorias a los sectores en conflicto, para aliviar las tensiones
políticas.[6] Esa
teoría suena válida, en principio, y podríamos usarla para explicar también el
control de decretos y leyes de implementación. Parece cierto que la Corte, en
el control de la implementación, ha hecho concesiones al Gobierno, a los ex
combatientes, y a los partidos y movimientos en oposición al proceso de paz.
¿Será entonces que estas dos tendencias, aunque en principio parecen
desencontradas, hacen parte de una gran orientación pacificatoria en la jurisprudencia,
y que en perspectiva ha sido coherente?
El problema es que esta
teoría del juez pacificador no explica por qué la Corte hizo estas concesiones
y no otras. Por ejemplo, en la sentencia C-674 de 2017, la Corte decidió que
los terceros civiles y los agentes del Estado no combatientes no estarían
sujetos a la jurisdicción obligatoria de la JEP, con lo cual hizo una concesión
a quienes se han opuesto al proceso de paz y, específicamente, a la JEP. Pero
los críticos también han señalado que debe haber restricciones a la
participación política de los criminales internacionales antes de ser
sentenciados por la JEP. ¿Por qué la Corte no hizo esta concesión en vez de la
primera? Podría decirse que porque ponía en riesgo la paz. Pero alguien podría
haber alegado que también ponía en riesgo la paz -al menos en el largo plazo- sustraer a los terceros
civiles del ámbito de la jurisdicción obligatoria de la JEP, y sin embargo la
Corte concedió este punto. Necesitamos entonces una mejor teoría (más completa)
de lo que hizo la Corte el año anterior. ¿Cuál puede ser?
La Corte parece
insinuar en 2017, como sugerí antes, que la zona más sensible de la
Constitución no será para ella la de los derechos fundamentales, sino la parte
orgánica y, más aún, la distribución preexistente del poder. La estructura del
poder institucional y la organización político económica son entonces las
grandes claves decisorias de la jurisprudencia por venir. El control de los
decretos empieza a tener un desenlace distinto en el segundo semestre de 2017,
con la reconfiguración de la Corte, en parte porque se ajustan mejor a la
jurisprudencia precedente, pero en muy buena medida también porque no impactan la
distribución preexistente del poder. En cambio, los actos legislativos que la
Corte tumbó sí lo hacían. El acto legislativo que diseñó el fast track debilitó
sensiblemente la fuerza parlamentaria de los partidos en oposición - o en
transición a la oposición -, pues los privó de prácticas dilatorias y de poder
de negociación con el Gobierno. El acto legislativo de la JEP, por otra parte,
básicamente puso en peligro la estabilidad de los poderes públicos beneficiados
con fueros constitucionales, el poder de intervención del Procurador (y su potencial
de expansión burocrática), el propio poder de los magistrados de la Corte
Constitucional, el poder del Fiscal General de la Nación, y la situación de
inmunidad de los terceros (empresarios, esencialmente) que participaron
decisivamente en el conflicto. Esta interferencia, podríamos decir que severa,
en la distribución del poder, fue el detonante de la intervención de la Corte
para tumbar los actos legislativos.
Por el contrario, los
derechos de las víctimas y el derecho a la paz ocuparon un modesto lugar en
estas decisiones. Para ser justos, la Corte protegió el derecho de las víctimas
al condicionar los beneficios de la JEP a la contribución efectiva de los
procesados a la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición, y al exigir
que la participación en política durante la condena no fuera incompatible con
el cumplimiento de las penas. Pero estos logros parecen pocos frente a, por una
parte, los problemas que deparaban estos derechos. La Corte limitó la eficacia
de los derechos de las víctimas pues dejó al parecer intacta la regulación de
la responsabilidad de mando, y la participación en política de los condenados
en la justicia ordinaria por crímenes internacionales antes de la condena en la
JEP. Pero parecen pocos, además, si se comparan con el alto nivel de eficacia
que tuvo la parte orgánica de la Constitución en las sentencias de control
sobre actos legislativos, pues sirvió para tumbar trozos gruesos de su
estructura y para remodelarlos. El derecho a la paz, de otro lado, no fue una
clave inicial que informara la intensidad del control en las sentencias sobre
actos legislativos, como parece haberlo sido hasta 2016. En la sentencia C-699
de 2016, al controlar el acto legislativo que configuró el fast track, la Corte
no hizo un escrutinio intenso del mismo debido a que buscaba garantizar la paz.
Por el contrario, en los actos legislativos sobre la paz controlados en 2017,
el propósito de asegurar la implementación del acuerdo de paz pareció ser
irrelevante para atenuar la intensidad del control (o contraproducente). Tal
vez esto no sea sinónimo de que la Corte ha pasado por alto la paz, sino acaso
de que para ella la paz no es ahora un irritante del poder establecido, sino
más bien el resultado de preservar la distribución del poder preexistente.
La tendencia jurisprudencial dominante hasta 2016 -con pausas,
vacilaciones y controversias- indicaba, como dijo la sentencia T-406 de 1992,
que “la
Constitución está concebida de tal manera que la parte orgánica de la misma
solo adquiere sentido y razón de ser como aplicación y puesta en obra de los
principios y de los derechos inscritos en la parte dogmática de la misma”. Pues bien, el balance del año que terminó me hace preguntar:
¿no asistimos a una fase progresiva de cambio, en la cual la parte orgánica –
y, más aún, la distribución preexistente del poder– informa el contenido de los
principios y derechos fundamentales, y no al revés? Si la respuesta a esa
pregunta es afirmativa, como tentativamente lo creo, tal vez ella explique
mejor los nacientes y crecientes impulsos jurisprudenciales hacia reducir la
procedencia de la tutela (en especial contra providencias), modelar los derechos
según su impacto fiscal y los arreglos presupuestales nacionales y locales,
restringir la intervención judicial en conflictos socio-ambientales (consulta
previa, consultas populares en minería y explotación de recursos naturales),
conferir amplios márgenes de apreciación al poder público en la delimitación de
los derechos, entre otros.
Esta teoría también permite prever la actuación de la Corte en el
futuro. Si mi apreciación es correcta, y esta teoría se preserva, en el provenir
la Corte parecerá más inclinada a hacer un escrutinio judicial severo de los
decretos, las leyes y los actos legislativos, cuanto más afecten la
distribución preexistente de poder. Una estrategia de litigio exitosa debe
entonces presentar más que argumentos fundados solo en la violación de los
derechos fundamentales, pues los derechos por sí mismos parecen tener
actualmente un auditorio con poca acústica en la Sala Plena. Un argumento de
derechos, para ser exitoso, debe resonar como una
irritación de la parte orgánica, o como una descomposición de los arreglos
políticos preexistentes.
Puedo estar equivocado en esto, sin embargo, pues lo que hago no
son profecías sino previsiones sobre los efectos de una tendencia en el
pensamiento constitucional. La Corte tiene, en últimas, el dominio de sus
propias decisiones, y puede cambiar el rumbo y la forma de esta problemática
teoría constitucional.
[1] Los magistrados María Victoria Calle
Correa, Gabriel Eduardo Mendoza Martelo, Jorge Iván Palacio Palacio, Luis
Ernesto Vargas, y la silla que dejó el suspendido Jorge Ignacio Pretelt Chaljub
(remplazado en encargo por Aquiles Arrieta).
[2] Los actos de implementación controlados
en esta etapa fueron expedidos en virtud del fast track o procedimiento legislativo especial. El fast track
abrevió el procedimiento parlamentario para expedir leyes y reformas
constitucionales, y le dio facultades legislativas extraordinarias al
Presidente.
[3] Por ejemplo, en el derecho
estadounidense, puede verse Richard H. Fallon, The dynamic constitution: an introduction to American constitutional
law and practice, 2nd edition, 2013, Cambridge University Press., p. 264.
En el colombiano, véanse las citas doctrinales de la Corte en la sentencia
C-174 de 2017.
[4] Rodolfo Arango: “Transiciones
y paradojas” https://www.elespectador.com/opinion/opinion/transiciones-y-paradojas-columna-671974
[5] Rodrigo Uprimny,
“Responsabilidad del mando y JEP: un debate complejo y polarizado” en http://lasillavacia.com/blogs/responsabilidad-del-mando-y-jep-un-debate-complejo-y-polarizado-59906; Fatou Bensouda, “Escrito de Amicus Curiae de
la Fiscal de la Corte Penal Internacional sobre la Jurisdicción Especial de
Paz”. http://cr00.epimg.net/descargables/2017/10/21/17135b6061c7a5066ea86fe7e37ce26a.pdf?int=masinfo